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viernes, 19 abril, 2024
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Aquel viejo Manifiesto

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Por: DANIEL SALAZAR M. •

En enero de 1848 fue publicado por primera vez el Manifiesto del Partido Comunista bajo la autoría de Carlos Marx y Federico Engels. Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes del río Rin y del Volga… y de todos los lugares donde fuera publicado por primera vez incluidos los márgenes del Sena, donde la clase obrera francesa tuvo en sus manos el poder político por espacio de dos meses en aquel hecho histórico conocido como La Comuna de París. En  todos estos años han cambiado enormemente las circunstancias, eso es evidente, pero quiero entender que los principios generales desarrollados en aquel viejo documento siguen substancialmente vigentes.

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Sus aportaciones nos llevan a entender el hecho de que la historia de todas las sociedades (con excepción de las comunidades primitivas), se desenvuelve en medio de contradicciones de clase; a que el proletariado en cada país deberá enfrentar a su propia burguesía por ser ésta la causante de todas sus privaciones.

Por su forma, aunque no por su contenido –nos dice el Manifiesto- la lucha del proletariado contra la burguesía es ante todo una lucha nacional. El monstruo de mil cabezas está ahí por lo que será innecesario inventar molinos o hacer poesía en su torno como lo hacen aquellos que, por defender los intereses de la clase obrera –“por ser ésta la clase que más sufre”– desean mejorar las condiciones de vida de todos los miembros de la sociedad, incluida la de los más privilegiados.

Quienes así piensan, repudian por eso, toda acción política y, en particular, toda acción revolucionaria proponiéndose alcanzar su objetivo solo por medios pacíficos. Intentan abrir camino a un nuevo evangelio para la armonía social y eso no hace sino esconder los antagonismos de las clases.

Tal como lo señalaba el viejo Manifiesto, la construcción de todos esos castillos en el aire se ven forzados a apelar a la filantropía de los corazones como también de los bolsillos burgueses. Los obreros y militantes de izquierda, por su parte, son quienes al considerar indigno el ocultar sus ideas y propósitos, proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando el orden social existente.

Nuestra sociedad, surgida de las ruinas de la vieja sociedad porfiriana, no ha podido abolir las contradicciones de clase. La Revolución Mexicana –primero interrumpida y luego radicalmente contrariada– consiguió sustituir las viejas clases y las viejas condiciones de opresión, tan solo por otras nuevas.

Los gobiernos resultantes, son una junta que administra los negocios comunes de la clase en el poder. Las reformas estructurales aprobadas recientemente, hacen gala de esta condición y muestran de manera descarada, abierta, directa y brutal, las nuevas condiciones de explotación de los trabajadores.

Más de 70 millones de personas viven en la pobreza mientras las clases medias se pauperizan. Profesionistas y pequeños o medianos empresarios caídos en desgracia, viven ahora solo a condición de encontrar trabajo.

En nuestra sociedad, la propiedad privada de los medios de producción está prácticamente abolida para las nueve décimas partes de sus miembros. La clase dominante no puede existir sino a condición de que la inmensa mayoría sea privada de esa propiedad.

Obligados a venderse, hace tiempo que los obreros son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia y fluctuaciones del mercado. El empleo de las máquinas y las nuevas tecnologías, los han convertido en un apéndice de ellas, cuando no son lanzados a la calle por la automatización productiva o por la crisis estructural. A falta de empleo y salarios, las capas más bajas de la sociedad se hunden en la miseria total o quedan a disposición de la delincuencia organizada.

El poder se centraliza. Municipios y estados pierden su autonomía para dar paso a un solo gobierno, una sola ley. Todo a nombre del “interés nacional” promovido desde la Presidencia de la República.

La sociedad se jacta de su “libertad” pero la entiende como la libertad de comercio, de comprar o vender. En sus entrañas, el individuo que trabaja carece de independencia y se despersonaliza en el trabajo.

La nueva civilización forja el mundo a su imagen. Ha sometido el campo al dominio de la ciudad; ha creado metrópolis gigantescas, aumentado su población y abandonado el campo cuyos habitantes no tienen otra opción que la de huir o emigrar de sus lugares.

Teniendo en sus manos el control de los medios masivos de comunicación, la clase dominante impone sus ideas, modelos de vida, formas de pensar. Desinforma, tergiversa la realidad; distrae la atención con la nota roja; encubre a los verdaderos delincuentes… “Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante…”.

En el México moderno –con la privatización de los bienes y servicios públicos— fue empollada en los criaderos del gobierno, una “nueva” oligarquía que –en comunión con capitales extranjeros- mantiene, como clase dominante que es, el actual rumbo desnacionalizador de la República. Sólo la clase obrera y sus aliados del campo y la ciudad, podrán contrarrestar la venta de México. ■

 

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