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miércoles, 24 abril, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

Hace casi cien años, el pensador francés René Guénon criticó duramente a su época, ese singular siglo 20 joven del que todavía somos hijos los integrantes de esta generación. Guénon calificó como “verdadera anomalía” a su tiempo, aduciendo que se desarrollaba en un sentido puramente material “acompañado de una regresión intelectual, que ese desarrollo es harto incapaz de compensar”.

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En ese texto La reforma de la mentalidad moderna, el también matemático insiste: “Un solo ejemplo permitiría medir la amplitud de esa regresión: la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino era, en su tiempo, un manual para uso de estudiantes; ¿dónde están hoy los estudiantes capaces de profundizarla y asimilársela?”.

Podrán decir algunos lectores que quizá Guénon esperaba demasiado de su época. Con todo, parece que del Homo sapiens hemos llegado hoy, en el mejor de los casos, al mero Homo tecleans o quizá, perdón por la aberración, al Homo touch. La generación del botón a la que pertenezco (nací en 1975) ve en estos días a los más jóvenes manipular caracteres de luz en una pantalla. Hemos extendido tanto nuestros alcances que, de extremo a extremo, ahora cerramos el círculo de la alienación: somos tanto y de tantas formas que podemos llegar a la despersonalización. Publicamos tanto, cada cual desde uno o varios perfiles virtuales, que nuestras voces ya no son ceibas frondosas sino una oscura y caótica selva como aquella en la que se internó Dante al inicio de su viaje.

Nos hemos perdido. Quedamos ahora en la cúspide de la montaña pero jamás supimos cómo tenía que subirse por ella. Somos encantadores de serpientes que jamás representaron un peligro para nosotros. Somos fanáticos de nuestro ego automatizado, tutorializado, sistematizado y descafeinado, un ego 2.0. Hemos caído en nuestra propia trampa y además hemos traicionado el esfuerzo de las generaciones que forjaron las bases para que nosotros tuviéramos un mejor futuro: éste que contra sus pronósticos resultó, más que artificial, artificioso.

No puedo dejar de recordar ese fragmento de El Aleph, magnífico cuento de Borges publicado en 1949, en que el personaje Carlos Argentino Daneri también critica al hombre moderno: “Lo evoco (…) en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines”.

Es Borges, conste, a mediados de la misma centuria. Y concluye su personaje: “para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo 20 había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma”.

Eso somos nosotros ahora, escribanos desde el pináculo tecnológico, desde la elaborada deshumanización. No reniego del avance, que menudo hipócrita sería yo al fustigarlo desde el actualizado procesador de textos. Mi crítica se dirige a que este avance no se ve, en efecto, aparejado por nuestro crecimiento intelectual.

Somos Rocketman, muy cerca de las estrellas, muy lejos de la humanidad. Quizá por esto se explica el florecimiento de la corriente difusa conocida como new age. Regresa la meditación pero como estilo de vida y hasta moda, no tanto como dinámica espiritual. Regresa la afición por supuestos secretos de leyes de atracción, de determinada colocación de muebles en casa para reflejar un orden interno. A veces parece que poco sirvió la ilustración propuesta por Rousseau, nuestra independencia de fatos, consejeros y guías espirituales esgrimida por Nietzche en tanto que muchos continúan sujetos a los mensajes de horóscopos y horoscoperos.

Somos masa que pende ahora de nuestros inventos y nuestros productos. Nuestras relaciones humanas parecen más enclenques con el uso y abuso de redes sociales virtuales debido a que mediante ellas rompemos, a querer y no, mucha simulación, protocolo y eso que insistimos en ver como decoro. Decimos lo que pensamos pero eso no significa necesariamente que estamos escalando a un mejor estadio en libertad e intelectualidad. Tenemos más eco, pero quizá menos seso.

“¿Qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones son únicamente materiales y sentimentales?”, pregunta Guénon en su texto. ¿Que importa, en efecto, lo que dejaron escrito Lupercio, Ovidio, Hesíodo, Aristófanes, Voltaire, Stendhal, Tomás de Aquino, Feijoó, Gibrán, Vasconcelos, Henríquez Ureña, Revueltas o los grandes filósofos de nuestra raza? ¿Para qué sirven ahora los pensadores? ¿Cómo remontar esa regresión intelectual?

Con todo, considero que estamos a tiempo. Subamos a ese desarrollo material, asumamos las ventajas que nos da la tecnología (en una placa de metal, circuitos y vidrio podemos contener hoy el mismo número de páginas que tuvo Alejandría) y comprometámonos a esa cruzada personal de crecimiento intelectual. Dejemos que las poses sigan achicharrándose frente a los reflectores y busquemos cada cual sendas luces internas. Somos integrantes de una generación decisiva, como lo fue la del 26 de Guénon y la del 49 de Borges: como decisivas serán las generaciones de nuestros hijos y nietos, armados por lo que ahora les dejemos como legado.

 

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