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miércoles, 24 abril, 2024
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El Estado laico: el debate

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Por: MARCO ANTONIO TORRES INGUANZO •

En estos últimos años observamos la revitalización de la influencia de la Iglesia católica en la vida política de México. Lo cual ha desatado la necesidad de reivindicar al Estado laico. Sin embargo, hay una gran imprecisión en lo que significa “laicidad” al interior de las diferentes opiniones que lo reivindican. Las hay desde los viejos anticlericalismos que ven la violación del Estado laico con cualquier forma de relación del Estado con las Iglesias; hasta posiciones cercanas al cinismo de las derechas que hacen la abierta crítica a la laicidad como si de un pecado social original se tratara. En medio de esos dos fanatismos extremos debemos pensar la identidad del Estado laico aquí y ahora.

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La laicidad es una característica que se ubica en la vida de las instituciones, no en la circulación de la ideas. Explicamos. Es la autonomía del Estado respecto al poder que tienen las Iglesias de imponer al resto de la sociedad sus doctrinas. Como sabemos, la historia de occidente, desde el imperio Franco del siglo noveno, ha sido la historia de un Estado heterónomo: condicionado por el poder de la Iglesia. Con la modernidad, se pretende construir un Estado autónomo, por tanto, con la posibilidad de ser tolerante ante todas las confesiones de unas sociedad esencialmente plural; y antidogmático, es decir, inaugura mecanismos institucionales para conducir y normar la vida social a partir de la autonomía de la razón, que se traduce en procesos deliberativos y de construcción pública de acuerdos de aquello que se convertirá en la norma a seguir. Los procesos deliberativos exigen que todo aquello que se proponga tenga que justificarse o fundamentarse suficientemente, consiguiendo que no se imponga norma alguna por el sólo hecho de ser dogma de alguna iglesia particular. El Estado laico es garantía pues de libertad de conciencia y de la no-discriminación de nadie por pertenecer a confesiones minoritarias.

Como podemos observar, se trata de acotar el poder de las Iglesias sobre el Estado, pero no de construir un Estado anticlerical, sino de instituciones garantes de la pluralidad. En México la iglesia mayoritaria es la católica, y desde el gobierno de Salinas y los dos sexenios panistas, las jerarquías católicas se han metido en la vida institucional del Estado al impedir que avance en el reconocimiento de las libertades civiles en México: matrimonio gay y algunos temas de bioética. Pero como vemos, es un asunto de fuerza y poder político, no del poder o del origen religioso de los argumentos. Esto último no se puede aludir, porque gran parte de los principios sociales de la sociedad democrática, son de origen cristiano, como el caso de la dignidad de las personas, que es una manera de decir que toda persona es ‘sagrada’, es decir, constituye un tabú que no se puede transgredir; esto es, ‘respeto’ es la secularización de ‘sagrado’. También la idea de que todos somos iguales y libres es un producto cristiano, que tiene su origen en la misma idea de concebir al hombre como “persona”, la cual se deriva a su vez de concebir a los humanos como ‘hijos e imágenes de Dios’: creadores de sí mismos que constituyen un fin per-se. Por ello, la esencia de los hombres es la libertad y son inconmensurables entre sí (iguales, por tanto). Pero el origen religioso de estas ideas no significa que el Estado que las asuma deje de ser laico, sino que las asume como parte constitutiva de una racionalidad que se ha autonomizado de las instituciones religiosas, es decir, de las Iglesias. Por ello, decíamos arriba que la laicidad es un asunto de la relación institucional, y no de la circulación de las ideas; porque bien se pueden hacer traducciones argumentativas de ideas de origen religioso y aprobarse en los órganos legislativos sin que signifique poner en cuestionamiento la autonomía del Estado (como las relativas a los derechos humanos). La violación de la laicidad del Estado se da mediante mecanismos de fuerza política de las iglesias sobre los poderes del Estado; como la influencia del Opus Dei y de los Legionarios de Cristo durante los gobiernos panistas, y que se han prolongado hasta el presente priísta. No es algo que ocurra en el mundo de las ideas, sino en los mecanismos institucionales concretos: en las alianzas de los grupos que compiten por la conducción del Estado. Por tanto, la violación de la laicidad se da siempre como consecuencia de acuerdos de facciones de políticos con las Iglesias en la búsqueda de tomar o reproducir su poder. Es un asunto político, y los mecanismos para defenderla también son de la misma naturaleza. La forma de construir la laicidad no es pues un proyecto de conseguir una supuesta razón impersonal-neutra que se distinga de las ideas religiosas. Esa ‘razón-impersonal-neutra’ es otro dogma de los hijos de la ilustración, que también ha desencadenado sus fanáticos en positivistas de poco seso, que sólo desvía la atención del nudo político del tema. ■

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