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jueves, 28 marzo, 2024
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El canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte • Admin •

El recién casado escribe a su padre (Parte 1 de 3)

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Cuando yo tenía cinco, Padre, soñaba ser un hombre fuertote que llegara a levantar los puestos que usted armaba en el Swap Meet, el tianguis gringo instalado en los autocinemas. ¿Usted recuerda? Salíamos a las seis cuarenta de la mañana y me pegaba a ese albigrís abrigo de Chinconcuac de mi madre. Ahí estaba el termo con leche para mi hermana y para mí; los cuatro nos apretábamos en el frente del carro guallina, repleto de ropa y zapatos viejos y antiquísimos billetes mexicanos y manualidades que hacía mamá.

Entre curvas miraba su mentón, mal rasurado por la prisa. Llegábamos a la gran explanada que esa noche sabatina volvería a ser autocinema; al lado de un poste con dos bocinillas usted engarzaba fierros para que fueran el esqueleto del puesto. Entonces recordaba yo al bigotón musculoso del circo y en mi tira de fantasía ya estaba proponiéndome estar “bien fuertote” para ya no verlo batallando.

Meses después un vecinito maloso me quebró el tabique nasal y usted voló por autopistas californianas para llevarme al doctor. El méndigo palpó su martillito en mi nariz, escapé ante lo que consideré un ataque artero y entonces usted corrió a detenerme en el pasillo. “¿No te importa quedar con narices de pelota?”, me preguntó con dureza, fingiendo que no le dolía mi dolor. “No me importa nada, sólo quiero que nos vayamos de aquí, ‘apá”. Durante el regreso a la casa rentada en Maywood, el fuertote se fue haciendo borroso en mi futuro.

Son las 10:51 de la noche, mi esposa duerme a mi lado. Como imagina usted, sigo durmiendo después de medianoche. “Ya apaga esa luz”, decía su grito y yo estaba armado a no hacerle caso. A los quince años me sentía experto en muchas cosas y a los veinte me burlaba del niño que fui a los quince. A los quince le temía a usted, Padre, con cierta impotencia. Quería ser adulto para mostrarle que se puede criar hijos sin infundirles miedo. Le escribo la verdad ahora, Padre, y aún duele escribirla. Pero con el tiempo llega uno a entender que algunos hechos no cambian: sólo se aclaran en la medida en que uno se acerca a ellos.

La he regado con usted, Padre. Lo juzgué con mis aires de suficiencia cuando creí que los libros me daban autoridad para mirarlo como alguien que creció sin esas lecturas. Me vi tentado a esgrimir diagnósticos de psicología elemental, considerando la formación que le dio a usted mi abuelo bracero y el pueblo en que usted medio creció antes de también traspasar la frontera. Tuve el mal de los hijos inmaduros, lo sé. Lo aplicarán conmigo dentro de quince años, también lo sé, Padre, y también me da miedo. La verdad se me antoja así: quizá uno termina de aprender a ser padre cuando los hijos ya crecieron. ■

 

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