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jueves, 28 marzo, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

Las calles encharcadas

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Crecí en la década de los años 80 sobre una cabecera municipal donde destacaban narcotraficantes que solían pagar las comidas de muchos dentro del mercado; sudorosas vendedoras de menudo que lanzaban al comal las delgadas plastas de masa; mariachis bigotones y de pelo crespo que se aferraban a la franela roja para sostener mejor la trompeta; boleros sonrientes que no tenían hambre y sí demasiadas ganas de pasear por doquier.

A todos ellos los contemplé en numerosas tardes, numerosos ocasos, numerosas noches en que me ponía al borde del llanto porque no lograba vender las últimas cuatro gelatinas “remiro en mi interior al desesperado de 8 años y la naranja charola de plástico con el par de temblorinas de piña, una de fresa sin leche, otra de limón y cuatro palitas de madera zangoloteadas con cada paso mío”.

Mi mundo era más sencillo, con una plaza minúscula y cuadrada de adoquines tan viejos como chuecos, con palmeras altísimas que cosquilleaban a las nubes y bancas de un hierro pintado de blanco. Era una plaza abuela custodiada por árboles de hule, que es como mis paisanos les llaman todavía, y pinos acostumbrados a los calores y mosquitos zancudos de mi pueblo.

La presidencia municipal parecía una mole tripartita de cuarzo gris. En su parte superior destacaba un escudo nacional y en ese tiempo no había gobernantes estúpidos que lo mandaran pintar de colores. Pueden deducir los lectores que la estupidez de las autoridades se volcaba entonces en otros asuntos. Vivía yo en un Jalpa menos estético pero más concentrado en hacer la tarea social, construir empedrados, levantar más postes e instalar drenajes.

Desafiando a los solsticios, el día más largo del año era el primero de septiembre. Los niños salíamos de sendas casas, nos encontrábamos en medio de las calles aturdidos porque en la tele, la radio y tremendas bocinas cónicas colocadas afuera de la presidencia municipal se escuchaba la misma aburridora de cinco horas: perorata triunfalista de un gris monarca de la República al que se aplaudía mecánicamente.

Nos encontrábamos los niños en las calles encharcadas, en un extenso barrio que antes era un conjunto de terrenos potreriles y después alojó a hombres y mujeres temerarios, con hambre de vida y casas amasadas por todos ellos.

Soy hijo de esas calles encharcadas. En medio de juegos me salpiqué el rostro con agua y maromeros, que es como llamamos a esos minúsculos pabilos que se contorsionaban mejor que Nadia Comaneci en las Olimpiadas. Saqué de los charcos algunos ajolotes: gordos como botones de abrigo elegante, babosos como semillas de papaya, negros como semillas de guámara o guamúchil. Desafié la advertencia de que me saldrían mezquinos en los dedos y por eso apreté la frente de renacuajos y sapos. Claro que tenía miedo y asco, pero era más fuerte mi temor a las burlas y agresiones de algunos vecinos gandallas, mayores que yo, que hoy fingen santidad.

Mi primera educación se dio entre esas calles encharcadas, cuarteadas por pequeños arroyos de chocolate que en mayo y junio había que sortear con maestría. Eran calles mordisqueadas por el viento y las botas de los señores, arterias lodosas por donde corrían descalzos y en calzones los niños más pobres.

Crecí en la década de los años ochenta sobre un barrio donde destacaban mezquites y zarzas, quelites, salvias y abrojos. Cuando fallaba la electricidad los vecinos nos agrupábamos en torno al poste enlutecido para contarnos historias de terror; cuando volvía la luz sacábamos frijolitos y planillas de la lotería. Entonces los charcos reflejaban cada foquillo tímido resucitado y éramos los niños todos parte de un bello espejismo nocturno que “debido a eso que llaman progreso” ya no regresará.

 

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