28.1 C
Zacatecas
miércoles, 24 abril, 2024
spot_img

Iacta alea est

Más Leídas

- Publicidad -

Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Fui un estudiante ordinario, clasificado en la tabla media del ranking de la escuela secundaria. Jamás hubo motivo para que mis padres se enorgullecieran de mi incipiente travesía académica, aunque tampoco creo haberles defraudado por un bajo promedio en la boleta de calificaciones que se volviera indeleble para la posteridad. Ni los problemas iban a mí ni yo a ellos. Quizá ésa fue la mejor nota que pude lograr: pasar desapercibido sin pena ni gloria, lo cual era una posición cómoda cuando en la misma época mantuve, hasta el límite de mis posibilidades, un descarrío que adquirí apenas a la edad de los trece años. La dieta diaria que mi madre destinaba para la manutención escolar, además de lo que yo llegaba a ganar como pintor de brocha gorda y peón de obra en los fines de semana, eran decomisados en una especie de aduana de la perdición que, de manera voluntaria, yo tenía como una escala obligada antes de asistir a clase, quedando en una situación lamentable, paupérrima, con los bolsillos vacíos, sin contar con un peso para un refrigerio a la hora del receso ni para el transporte de vuelta, viéndome en la penosa necesidad de cruzar media ciudad a pie al anochecer.

- Publicidad -

El horario de estudio era vespertino. Salía de casa a mediodía para depararle un par de horas a la industria del entretenimiento, con los cálculos precisos de tiempo y distancia para arribar puntualmente a dos lugares situados a la vera del camino hacia la Federal uno. El primero estaba en Plaza Futura; apenas era un local con el espacio suficiente para acomodar una limitada variedad de opciones que, sin embargo, tenía la dosis conveniente para engancharse por un rato. La destreza que yo tenía sobre aquello me permitía estar una hora completa con el pago mínimo, tanto que terminaba por hartarme de la monotonía y partía presuroso rumbo al siguiente destino, que se encontraba sobre la avenida Hidalgo, casi frente al portal de Rosales. Allí, con una diversidad más vasta de artilugios, no era ya el único de mi salón que solía andar en tales prácticas de dicho pasatiempo visual: la mayoría de mis compañeros se citaba para congraciarse a través de una dinámica que nos conformó como una hermandad y, hasta cierto punto, nos adiestró, a una edad temprana, en el aprendizaje de la frustración ante el vencedor: el saberse derrotado sin opción a una revancha inmediata debido a los fondos insuficientes.

Para desgracia mía, ese gusto personal se contuvo en un estado larvario en aparente involución, pero con una progresión inminente que terminaría cediendo a una fase mejor acabada que la crisálida, hasta perderse en una obsesión propia a la enfermedad característica del jugador. No sólo marchaba temprano del hogar, sino también mi regreso era tarde; sábados y domingos, después de trabajar, acudía con vehemencia a superar lo hecho durante la jornada anterior. Tales ausencias crearon sospechas en mis progenitores, pero sería una coincidencia de la vida lo que le haría abrir los ojos a mi padre respecto al desenfreno que llegó aquejarme. Cierta ocasión requirió de mi ayuda y me buscó entre los amigos. Al no saber mi paradero, inquirió sobre los sitios que yo frecuentaba. Así se enteró por terceros sobre la posesión que no me dejaba en paz. Fue a buscarme y por fortuna no me halló, pero el testimonio de mi paso por el lugar estaba repetido por doquier: en aquellos prehistóricos monitores de videojuegos, en esas aparatosas cajas verticales que solían llevar por mote maquinitas, mi registro estaba grabado por encima del resto, destrozando todos los récords de ese día, es decir, era tan estúpidamente honesto que ingresaba el nombre y el apellido en el medallero del vicio.

El remedio a dicho mal fue sencillo: la contundencia con que mi padre advirtió lo que haría en caso de verme defendiendo mis marcas en las maquinitas. El temor a un castigo público y ser avergonzado frente a los camaradas de juerga fue la mejor de las correccionales preventivas. No volví a pararme en esos tugurios del Atari y el Sega. Sin tener dónde gastar mi mesada, ahorré hasta comprar el mejor walkman de Sony y de esta forma acompañaba las correrías de la escuela secundaria, escuchando lo que consideré una pasión que sustituyó a la anterior: el heavy metal. También me sobró para pagar la inscripción y la mensualidad de un gimnasio apestoso y viejo del Arroyo de la Plata que, en favor mío, ayudó a calmar la ansiedad que sentía cuando pasaba por un perímetro cercano a cualquier Nintendo. De improviso ordené la vocación que no tuve antes: despertaba a las seis de la mañana, tomaba la bicicleta de carreras y en diez minutos estaba puesto para realizar una rutina de ejercicios, levantando a los quince años casi un centenar de kilos en press de banco, modelando cada músculo a razón de las enseñanzas de un manual de Arnold Schwarzenegger. Pronto la inercia del ejercicio y el estudio tomó sentido: por primera vez pude conjuntar en una tarea un hobby que cultivé desde niño. En la materia de español se nos encargó la redacción de un ensayo de tema libre. Entonces escribí rudimentariamente un manual sobre acuarios y peces de ornato, y encuadernado de manera burda edité el trabajo. Lo disfruté tanto que acaso mi suerte como editor ya estaba echada. ■

 

[email protected]

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -