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viernes, 29 marzo, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

La alegoría de los vasos llenos

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Durante el siglo 19 vivió en Francia la joven María Francisca Teresa Martín Guérin, normanda, de Alenzón. Hoy muchos la conocen como Santa Teresita del Niño Jesús, autora de un libro que me acompañó durante buen trecho de mi adolescencia: Historia de un alma.

Fue entre esas páginas que encontré la anécdota que a continuación resumiré: Teresita, la menor de las hermanas, pregunta a una de ellas cómo es posible que alguien de existencia medianamente virtuosa y alguien de vida en exceso virtuosa puedan a la hora de su muerte ir juntas al cielo, al paraíso. ¿Es posible que ambas consigan el mismo premio? Además, ¿no podría envidiar la primera persona, que hizo apenas suficiente bien en sus días, a la segunda, que hizo demasiado bien entre los demás?

La hermana le contesta con una alegoría que me parece muy ingeniosa: Imagina frente a ti dos vasos, uno mediano y uno grande. Ambos están repletos de agua, llenos de ella hasta sendas orillas. ¿Puedo uno envidiar al otro? Así cada uno goza de su propia felicidad, que es plena en el tamaño de cada cual.

Aquí voy de hereje a apropiarme de la alegoría para preguntar si no es cierto que de por sí en esta vida, sin necesidad de morir, hay en efecto vasos chicos rotundamente llenos, desbordantes, al lado de vasos grandes a medias o con agua sólo en una décima parte. Es decir: muchos de nosotros conocemos a personas muy pobres que encuentran su felicidad en un caldo de frijoles y a adinerados muy adinerados que no son felices siquiera con su BMW recién lavado o sus fincas rurales “de recreación” o sus cuentas bancarias que engordan como puercote que preparan antes de las fiestas de San Pedro.

La felicidad, se refrenda, no es un valor absoluto. “¿De qué te vale tener y tener y tener si tú no sabes qué hacer ni qué hacer ni qué hacer con lo que tienes?” cantaron en 1981 Rubén Blades y Willie Colón. No importa el tamaño del vaso, su capacidad, sino que éste vaya lleno por la vida. Estoy preparado para que me acusen de cursi: pobre de quien no sabe disfrutar el aroma de una flor, un beso en la mejilla o el colorido de un amanecer.

Comento lo del caldo de frijoles porque recuerdo con aprecio a Armando, joven oriundo de Chihuahua, quien durante nuestros años de estancia en el Seminario de Guadalupe, Zacatecas, solía prepararse un coctel de leguminosa: vaciaba el platón horizontal para recoger en un vaso de vidrio el caldo de frijoles que los demás internos dejábamos. Le ponía sal y una ración generosa de limón y lo mezclaba. Qué maravilloso le resultaba entonces ese cálido suero de poder, qué felicidad le veíamos en el rostro.

Yo intento ser como Armando, y no sólo con el caldo de frijoles sino también con la hora en que acuesto a mi hijo mayor, cuando acaricio la casa temporal de mi hijo menor (la enorme barriga de mi esposa), cuando tecleo estas líneas que son mías porque surgen auténticas y no puede ser de otro modo, cuando hablo o canto frente a un micrófono, cuando imparto clases, cuando sonrío frente a las personas que cada día topo en mi camino.

Intento exprimir cada momento porque tengo una obligación conmigo: la de ser feliz. Si con eso puedo abonar a la felicidad de otros, qué bueno; si no, qué importa. Mi vaso, mediano o pequeño debe seguir lleno porque así lo quiero. Eso mientras lo hago crecer en tamaño.

 

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