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viernes, 19 abril, 2024
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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Que entonces que cruzaron miradas. En un instante preciso, ni antes ni después, algo se removió lo suficiente entre las remembranzas como para reconocer lo que habían olvidado casi por tres años, un cúmulo de acciones que se desvanecieron intempestivamente tal y como llegaron. A modo de colofón de la junta, el coordinador había hecho la invitación para colaborar con él en la realización de un libro de memorias, a sabiendas de que más de uno, en las múltiples travesías de trabajo, presenció fenómenos poco comunes y difíciles de creer, cosas que nadie juzgaría en calidad de verídicas. En dicha evocación que emergió como un relámpago, acaso con la misma luz fría e intensa y a la vez destellante y precisa de aquella noche, se fueron hilando las secuencias que tanto uno como otro tuvieron ante sí, con el mismo orden y la exacta claridad a la sazón inexistentes.

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Don Carlos Flores, padre de Malinka, laboró por más de una década en un programa zoosanitario para erradicar el gusano barrenador en México. La mayor parte del tiempo viajaba acompañado de un colega veterinario, conduciendo una camioneta equipada para andar cualquier camino sin importar lo accidentado del terreno. De esta forma supo de los calores húmedos de la selva del sur, del frío cortante de la Sierra Madre Occidental y de la canícula del Bajío. Cierta ocasión le vi dialogar con un huichol joven y coincidir con él en los usos y costumbres de su comunidad, identificando personajes y sitios que ambos conocían de las citadas andanzas. El huichol terminó por recordar, de cuando era niño, a don Carlos y las novedades que éste traía al pueblo donde nació. Tanto en San Andrés Cohamiata como en Santa Catarina dejó amistades que le designaron un mote, en lengua indígena, afín a su desempeño profesional: “raipu”, que alude a la técnica del insecto estéril que beneficia al control de las plagas.

Así, entre las maravillas que solamente el viaje puede ofrecer ante el paso de quien se atreve a deslindarse de su querencia natal, don Carlos atestiguó escenas de una singularidad absoluta. Previo a la devastación forestal, a la aniquilación, en un porcentaje mayúsculo, de los parajes de la selva, franqueó manglares vírgenes, techados por completo de una maleza que deparaba a la salida del túnel un cielo en su inmensidad cubierto por flamencos rosados, a la justa distancia de ser tocados con sólo estirar un brazo. En Campeche, mientras recorría en un Safari Volkswagen la pradera tropical, al girar la vista a su izquierda le sorprendió la vitalidad de una imagen que aún se mantiene como un fresco recién pintado en sus evocaciones: la carrera de un jaguar adulto que, vaya usted a saber por qué, se emparejó al automóvil, manteniendo el ritmo con la levedad de su zancada en una eternidad aquilatada en segundos.

Sin embargo, nada como la anomalía que, por alguna extraña razón, disipó de su pensamiento por tres años y que volvería, también de manera inexplicable, cuando el coordinador de la campaña les convidó hacer el mencionado libro. Frente a la complicidad de las miradas le devino un conjunto de sucesos donde fuera partícipe Jesús Rábago, su otrora compañero de sector. Los dos coincidieron en la disposición de los acontecimientos sin sugerir la mínima equivocación. Iniciaron con la certeza de la fecha, enero de 1985, con ningún dejo de titubeo al ubicar el lugar: un llano extenso que se descuella tras pasar San Francisco del Rincón, con dirección a Arandas. Al dejar atrás Palenque, a unos cuantos kilómetros, principia el ascenso a través de un trecho de curvas, para luego dar comienzo a una carretera en línea recta, sin complicaciones de tráfico. Esto último sería el motivo que los llevaría a no transitar la autopista paralela que sigue por San Juan de los Lagos.

El sol invernal ya estaba oculto cuando se abrió la planicie y el reloj marcaba las siete de la noche. Don Carlos Flores manejaba la camioneta todo terreno y el tema de la plática con Jesús Rábago, en apariencia trivial, tendría un significado muy especial: serviría como un punto de referencia del pasado. Don Carlos hablaba del embarazo de su mujer y del inminente nacimiento de la hermana menor de Malinka. En ese intervalo, a su diestra, en el campo maltrecho por las heladas, el pasto seco, de un amarillo pálido, sufrió una transformación excepcional: un brillo, a ras del suelo, comenzó a desbordarse con exagerada intensidad que de inmediato empezó a tener la apariencia de un incendio, invadiendo la llanura de un modo inesperado e inédito en su velocidad. Y fue entonces que don Carlos temió por su vida: a un centenar de metros divisó cómo se desprendía del piso un disco, de tamaño considerable, concentrando el efecto deslumbrante que había invadido el campo, una clase de fuego, no cálido sino frío, que iluminó el espacio nocturno, elevándose por encima de ellos con trayectoria al horizonte, primero a una celeridad sin altibajos y posteriormente perderse en la proyección de un relámpago que se reflejó en la lejanía. Él y su camarada aseguraron haber llegado a Arandas poco antes de medianoche, mas a don Carlos siempre le ha inquietado la tardanza de cuatro horas en un itinerario de setenta kilómetros, cuando por temor a lo sucedido no frenó hasta llegar a su destino final. ■

 

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