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martes, 23 abril, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

También yo quiero llegar tarde a mis funerales

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Durante las clases de poesía que llegó a impartirme en Texas, el peruano Miguel Ángel Zapata solía exaltar la informalidad y el humor del maestro Nicanor Parra, poeta chileno, máximo exponente de lo que el propio autor llama “la antipoesía”.

Aunque ya conocía la obra parriana, en ese año 2000 leí de cabo a rabo y con todo detenimiento tres de sus libros. Dos de ellos en la soledad de mi departamento en El Paso, el otro durante un fin de semana y en varios parques de Ciudad Juárez.

De modo sorprendente, tengo que escribirlo, los versos de Nicanor Parra acrecentaron esa especie de “amistad” que yo tenía con mi bicicleta. De pronto mi soledad en la frontera tornose más colorida, incluso chispeante. Gocé tardes rojizas bajo el toque justo de sentirme humano, sí, pero humano tan irrepetible como incorregible. Gocé acertar en lo que acerté. Y equivocarme en lo que erré. Gocé el gozo y la intensidad de cada derrota.

Son de Parra declaraciones como ésta: “Yo no hago literatura. Cuento mis cosas. Los poemas son como secreciones glandulares. ¡Ay del poeta que siga haciendo el quite a los giros del lenguaje cotidiano, combinando palabras que suenen más o menos bien, como nos enseñaban en la escuela!”.

Retomando estas palabras de él vuelvo a caer también en la fascinación del antipoeta, antisolemne, anticorrecto, antibecado, antisnob y antifantoche.

Como Nicanor Parra, yo también creo en la sencillez y en chupar “la miserable costilla humana”. Como el chileno, yo también creo que la verdadera seriedad es cómica. Cuán estúpidas se ven las vacas que ondean como estandarte el conocimiento pero dan el cerronazo a su cajón de sastre cuando ven que alguien se acerca a él. Cuán idiotas se ven los que, en lugar de difundir el saber, limitan el acceso a él para no ver lastimado su ego o su grupito.

Desde la última década del siglo pasado, Nicanor Parra me ha acompañado como una ventana plantada en medio del techo de un cuarto reducido. Es la bocanada de aire, el espejo oblicuo, el que me permite aflojar la corbata y los puños de la camisa.

Contagiado por tanta salud del antipoeta, salgo a las calles de la capital de Zacatecas y escupo en el rostro de ese Centro Histórico: “Ya me he quemado bastante las pestañas / en esta absurda carrera de caballos / en que los jinetes son arrojados de sus cabalgaduras / y van a caer entre los espectadores”.

Claro que no me compararé con el nacido cerca de Chillán. Pero sí es mi intención conservar algo de su frescura y rebeldía. Me niego a envejecer, me niego a engolar la voz, me niego a rendir culto a la naftalina y los bastones sólo por lo que son.

Me niego a endurecerme y caminar como si trajera un mástil pegado al culo. Me niego a ser plañidero de plazuela. Me niego a plantarme ante las audiencias compartiendo bagazos.

Como escribió en su poesía el chileno, también yo quiero llegar tarde a mis funerales. Busco arrebatar horas a las jornadas y jornadas a los años. Y que los bisiestos tengan 367 retoños, para chuparlos todos. Y que no decaiga la fuerza en mis dedos al golpear estas tecleas, y que yo también pueda tener una antipoesía que rijan mi vida, mi muerte y todos mis sueños esparcidos entre una y otra.

 

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