El surrealismo fue una corriente estética y moral de vanguardia, que intentó demoler, no ya los cánones que encorsetaban la pintura o la poesía, sino los cimientos mismos de la sociedad: “cambiar la vida” y “transformar el mundo”, todo ello mediante la fusión de la consciencia, estado dominante en la vigilia, y la inconsciencia, manifiesta en el sueño, removido una vez el obstáculo de la racionalidad; proceso del que emergería un ser humano libre de ataduras que como el capital, el poder del estado y la religión lo someten y mutilan.
Considerado el Papa del Surrealismo, el poeta André Breton vino a México atraído sobre todo por la supuesta condición revolucionaria del país, y los vestigios de su pasado prehispánico, que lo convertían a sus ojos en “el lugar surrealista por excelencia”, etiqueta que más que permanecer se ha vuelto sinónima, si bien menos por una condición revolucionaria, hoy completamente extinta, o un pasado remoto, sino por bien distintas razones.
Los acontecimientos de las últimas semanas nos dan ya no digamos un botón de muestra, sino una industria botonera.
Historias como la persecución y muerte de un criminal sanguinario, y al mismo tiempo restaurador y alto dignatario de una orden religiosa abolida en la edad media, y padre además de dos rutilantes estrellas de la música grupera, consumadas por la marina de guerra en un poblacho mil kilómetros tierra adentro; o los onerosos preparativos para la celebración con bombos y platillos, en una ciudad y un estado pobres de solemnidad, del centenario de la peor hecatombe que los haya diezmado en su medio milenio de existencia; o bien la guerra en varios frentes, con saldo de decenas de muertos, librada ante la impávida mirada de decenas de miles de hombres portadores de armas de alto poder y en posesión de impresionantes equipos de transporte, apostados ahí para resguardar el orden; y un interminable etcétera, confirman cuan acertado estuvo Breton al definirnos como lo hizo, si bien no por las razones que tuvo en mente al hacerlo, sino por una ausencia absoluta, ya no digamos de su aborrecida racionalidad sino de la lógica más elemental; y también porque pareciéramos vivir en el mundo de los sueños, concretamente en la jurisdicción de las peores pesadillas. ■