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viernes, 29 marzo, 2024
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Adolfo Suárez: un epitafio imposible

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Por: JUAN FRANCISCO VALERIO QUINTERO •

La ciudad de Ávila está situada en la Meseta Norte de España y forma parte de un importantísimo triángulo en el cual confluyen no solamente la geografía sino la historia, la cultura y la política de la nación ibérica; las otras dos ciudades son Segovia y Salamanca, nada menos. En la localidad de Cebreros, perteneciente la municipalidad de Ávila, nació Adolfo Suárez, hace ya 81 años, quien fuera presidente del gobierno español entre 1976 y 1981 y principalísimo impulsor de su transición política a la democracia.

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Cebreros es un pequeño poblado que, víctima de la modernidad, parece haber alcanzado su máximo nivel de población hacia 1930 con 4,696 habitantes; en la actualidad los datos oficiales le atribuyen, apenas, 3,370. Son escasos los turistas que visitan la pequeña población, a pesar de que en ella se encuentra la casa donde Adolfo Suárez nació y pasó la infancia, así como un pequeño museo destinado a la imagen y, a partir de su muerte acaecida este 23 de marzo, a preservar tanto la memoria del personaje como la que atañe a la transición política española.

Adolfo Suárez cursó sus primeros estudios en el Colegio de San Juan de la Cruz, en su pueblo natal, para continuarlos en el Instituto de Enseñanza Media de Ávila. Luego estudiaría Derecho–como alumno libre– en la Universidad de Salamanca.Su educación, por tanto, tuvo lugar dentro de las amuralladas –literalmente– instituciones del fundamentalismo conservador, tanto laico como religioso, que luego se haría presente bajo el régimen dictatorial de Francisco Franco.

En la ciudad de Ávila, concretamente en la Plaza de Santa Teresa, a la que se accede a través de la famosa muralla mediante la Puerta del Alcázar, debieron ser ejecutados cientos de sospechosos de herejía, prácticas judaizantes, así como propietarios y lectores de “libros prohibidos”; ahí mismo debieron arder –gracias a la ardorosa fe de los inquisidores– millares de ejemplares de esta clase. Los métodos empleados por El Gran Inquisidor, a decir de Dostoievski, Tomás de Torquemada para combatir a los enemigos de la fe incluían las acusaciones anónimas, el tormento y la hoguera. Muerto Torquemada (1420-1498) en aquella ciudad –pero vigente el Tribunal del Santo Oficio–, San Juan de la Cruz (1542-1591), colaborador de Santa Teresa, nativa de Ávila, habría de sufrir cárcel y persecución por secundar las reformas emprendidas por la monja. Se comprende que semejante base religiosa y cultural haya trascendido hacia las colonias de España y, desde luego, al tiempo.

Después de la Guerra Civil Española, reaparece el pensamiento único, que toma cuerpo en el franquismo, que mantuvo el puño cerrado sobre el presente y una concepción de la política anclada en el pasado. Franco buscó –y obtuvo– el respaldo del Papa Pío 12, a quien escribió, en abril de 1943: “Se mueven, entre bastidores, la masonería internacional y el judaísmo imponiendo a sus afiliados la ejecución de un programa de odio contra nuestra civilización católica, en el que Europa constituye el baluarte principal por considerársele el baluarte de nuestra fe”. Así, los crímenes de Franco, como antes los de la Inquisición, intentaban pasar como actos heroicos en defensa de Dios y de la Patria.

De semejante contexto histórico surge el político español que fue el arquitecto de la estructura institucional mediante la cual vive –y sobrevive– la monarquía constitucional española de hoy; sin embargo, amén de muchas otras cosas notables que habría que señalar a propósito de Adolfo Suárez, está su procedencia de padres republicanos y su adhesión al Movimiento de Franco. Entre las notas que ya comentan la trayectoria e intentan ubicar la contribución política de Suárez, como siempre ocurre con los muertos, destacan sus virtudes y parecen haber desaparecido sus defectos.Notorias, sin duda, son las declaraciones de duelo de Juan Carlos de Borbón, el veterano y frívolo rey de los españoles, así como de Mariano Rajoy y, en general, de los políticos conservadores cuya cerrada presión –incluyendo la abierta desconfianza de Juan Carlos– condujeron a la renuncia de Suárez

Una nota del diario El País recuerda los “defectos” que sus enemigos –muchos de los cuales se movían dentro sus mismas filas políticas– encontraban en el nuevo Presidente del Gobierno: su juventud católica, su notoria aversión a los libros, su paso por niveles secundarios del Movimiento; se le cuestiona, asimismo, la relación con Fernando Herrero-Tejedor quien, de manera aparentemente contradictoria, era a un tiempo miembro de la Falange y del Opus Dei. Mantuvo también una buena relación  y de las buenas migas que supo hacer con el almirante Luis Carrero Blanco, con Laureano López Rodó y con el Príncipe de España. La nota en cuestión agrega que lo nadie llegó nunca a saber era en qué consistía el programa político de Suárez, “si tenía alguno, salvo que predicaba una evolución ordenada del régimen hacia una apertura que permitiera salir al terreno de juego a unas asociaciones en todo conformes a lo que consideraba auténtica Constitución”.

El riguroso examen de la gestión política de Adolfo Suárez que llevó a cabo Javier Cercas (Anatomía de un instante, Mondadori, 2009) resulta imprescindible para dimensionar al sujeto social, la tarea acometida y la valoración que de ella hicieron tanto la sociedad civil como la sociedad política españolas. Desde luego, tal como demuestran las declaraciones y actitudes que hoy se expresan en torno a la contribución política de Suárez, aún no está dicha la última palabra al respecto.

El triunfo de Franco y la instauración de un régimen Autoritario, de corte fascista para algunos, se tradujo en el fracaso de la República y de las aspiraciones autonomistas de Cataluña y las provincias Vascongadas, particularmente. Igualmente derrotada resultó la monarquía representada por Alfonso de Borbón cuyos partidarios, fragmentados, se sumaron al franquismo. Muchos de ellos no se diluyeron en la ideología del Movimiento, como el general Alfredo Kindelán, quien rumiaría su propio triunfo al lado de Franco como una derrota. Kindelán nunca se engañó la personalidad de Franco, a quien consideraba como “un enfermo de poder, decido a conservar éste, sacrificando cuanto sea posible y defendiéndolo con garras y pico” (A. Kindelán, La verdad de mis relaciones con Franco).

Otra importante facción política, La Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, las jons fundadas por José Antonio, hijo del dictador Miguel Primo de Rivera, aunque pudieron ver parcialmente realizada su aspiración de construir “un Estado fuerte, reciamente español, con un Poder ejecutivo que gobierne y una Cámara corporativa que encarne las verdaderas realidades nacionales”, tuvieron que aceptar el liderazgo de Franco. En sus manos dejaron su mayor deseo, ir más allá de una dictadura transitoria, “el establecimiento y la permanencia de un sistema”.

José Antonio Primo de Rivera fue fusilado por conspiración en noviembre de 1936 pero, aun si hubiera sobrevivido a la Guerra Civil, es fácil imaginar lo que hubiera resultado de su relación con Franco. Ramón Serrano Súñer, albacea político del falangista señala que “Respecto al mismo José Antonio no será gran sorpresa, para los bien informados, decir que Franco no le tenía simpatía. Había en ello reciprocidad pues tampoco José Antonio sentía estimación por Franco y más de una vez me había yo –como amigo de ambos– sentido mortificado por la crudeza de sus críticas”.

El largo proceso de inestabilidad política que desemboca en la muerte de Franco (20/11/95) había comenzado, en realidad, con el golpe de estado a cargo de Miguel Primo de Rivera en septiembre de 1923 con el apoyo de Alfonso 13, grupos de industriales, militares, y sectores conservadores. El caldero político había hervido, pues, a lo largo de 85 años durante la mayoría de los cuales prevalecieron la suspensión de garantías, la prohibición o el control de la libertad de prensa y, salvo el breve lapso de la Segunda República, se mantendría un régimen dictatorial.

La dictadura franquista resultó efectiva si se le mira desde el punto de vista exclusivo del mantenimiento del poder, pero resultó desastrosa en términos de crecimiento económico –salvo la prosperidad de los años sesenta–, de calidad de la vida pública, en materia de libertades de pensamiento, opinión e información. En el ámbito de las relaciones internacionales, España permaneció poco menos que aislada durante los 39 años que permaneció en el poder El Generalísimo.

El régimen se había convertido, a las claras, en una camisa de fuerza que eliminaba cualquier posibilidad de vida plural y el propio Franco lo remarcaba: “Yo no haré la tontería que hizo [Miguel] Primo de Rivera. Yo no dimito. De aquí, al cementerio” (Cfr. A. Kindelán). Así sería. Lo que Franco no pudo prever es que el franquismo resultaba imposible sin Franco. Tampoco hubiera podido comprender que la tumba de su régimen sería abierta por el secretario general del Movimiento, podríamos decir del partido político franquista, Adolfo Suárez.

El Estado que recibe Juan Carlos de Borbón semejaba una bomba de tiempo; rápidamente quedó fuerade sus manos la continuidad del régimen. Los movimientos separatistas, la creciente inconformidad de los núcleos obreros, la presión de los grupos franquistaspara mantener la dictadura frente las exigencias en favor de la democratización o la indiferencia de muchos, el desarrollo de los grupos terroristas y los atentados no permitían considerar la estabilidad social como una meta al alcance del nuevo gobierno.

La salida que se impuso a este embrollo político fue la transformación del régimen, encaminándolo hacia la democracia. Pero esta enfrentaba obstáculos formidables. Para comenzar estaba la cultura autoritaria a lo largo de casi un siglo, en el cual único partido había sido prácticamente el partido en el poder. El Partido Comunista estaba prohibido, además de que rechazaba la participación en procesos electorales. El sector militar y la Iglesia Católica, por su parte, rechazaban de manera tajante a los comunistas. Sería necesario comenzar de cero y con todos los pronósticos en contra.

Esa fue, precisamente la tarea que realizó Adolfo Suárez. Como todos los procesos exitosos, la Transición española ha sido reclamada por muchos padres, pero, sin duda, su eficaz ejecutor fue Adolfo Suárez. Venció la oposición para legalizar el Partido Comunista, pudo convencer a éste de participar en la vida política y renunciar a la lucha armada, logró conformar un partido para encauzar sus propuestas, la ucd e impulsó desde el Congreso la aprobación de una nueva Constitución. Se trató, en suma, de la transformación pacífica de un Estado dictatorial en una democracia constitucional, en un contexto permeado por la violencia terrorista y la permanente proclividad del Estado al empleo de la fuerza.

Javier Cercas propone una alegoría para interpretar a los sujetos que participaron en la Transición española: la de traidores. Más aun, sugiere que sin esas “traiciones” el cambio hubiera sido imposible. Así las cosas, el rey Juan Carlos habría traicionado a Franco permitiendo el cambio de régimen, la vigencia de una nueva Constitución y sujetando el ejército al mandato de los civiles. Santiago Carrillo habría “traicionado” el ideal revolucionario creando una versión “light” del comunismo. Asimismo, el propio Adolfo Suárez desmantela el partido franquista y se adhiere, resuelto a los riesgos de la democracia y el impulso a la actividad de los partidos políticos. La moraleja es evidente: no sólo cambian los tiempos, como recuerda Bob Dylan; también lo hacen los ciudadanos íntegros. En el mismo sentido, no se puede negar que la traición es reprobable pero, como sugiere Cercas, no todos los traidores son iguales.

Finalmente, recordando a Arnoldo Kraus (Decir adiós, decirse adiós) es necesario reconocer que sintetizar la vida de un hombre en un epitafio es, quizá, una tarea imposible. De Adolfo Suárez podría decirse, sin autoridad alguna de mi parte, que fue un constructor del presente con pequeñas promesas de futuro. ■

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