17.8 C
Zacatecas
jueves, 18 abril, 2024
spot_img

Febrero de 1913

Más Leídas

- Publicidad -

Por: SOCORRO MARTÍNEZ ORTIZ •

¿La Constitución autoriza o tolera su propia derogación o reformas por medios violentos? Para dar respuesta a la interrogante,   nos encontramos a un doble problema: el derecho a la revolución y el derecho de la revolución. Entendemos por revolución la modificación violenta de los fundamentos constitucionales de un Estado. Excluimos, por lo tanto, del concepto de revolución, las rebeliones, motines o cuartelazos, tan frecuentes en otros tiempos en México, que tuvieron por origen querellas de personas o de fracciones y por objeto el apoderamiento del mando, sin mudar el régimen jurídico existente, sino por el contrario, invocando como pretexto el respeto debido al mismo. Desde la revolución de Ayutla, que mereció ese nombre por haber creado un nuevo orden constitucional, sólo ha habido en México una revolución, la constitucionalista de 1915, que como aquella varió en forma violenta los fundamentos constitucionales del Estado Mexicano, por más que al iniciarse tomó como bandera la restauración del orden constitucional anterior.

- Publicidad -

No obstante podemos plantearnos esta pregunta: ¿existe el derecho a la revolución? De otra manera, ¿la Constitución mexicana faculta al pueblo para modificar en forma violenta las normas constitucionales del Estado Mexicano?  Una vez que se hizo valer el derecho a la revolución, ¿puede el pueblo crear una nueva constitución emanada de dicha revolución?

El derecho a la revolución puede tener en muchos casos, una fundamentación moral, nunca jurídica. Moralmente el derecho a la revolución se confunde con el derecho de resistencia del pueblo contra el poder político. La revolución es siempre una desgracia, la crisis de una enfermedad: no entra dentro del capítulo de la Filosofía del Derecho, sino en el de la Historia, por lo que se restringe, por lo que se refiere al éxito, y en lo de la moral por lo que se refiere a los motivos. La mayor responsabilidad que un pueblo o un hombre de Estado puede echar sobre sí, es la violación del Derecho. Así ocurrió en el mes de febrero de 1913.

Por aquella fecha ocurrió la Decena Trágica (del 9 al 19 de febrero) cuando un grupo de militares porfiristas encabezados por Bernardo Reyes y de civiles llevó a cabo un cuartelazo en la ciudad de México contra el gobierno legítimo del presidente Madero. Cualesquiera que hayan sido los móviles de la rebelión, es lo cierto que en esos días se enfrentó la fuerza a la legitimidad, sin que la primera adujera en su favor ningún argumento sacado del derecho positivo. “Nuestro grupo jamás pensó en pedirle sus títulos sino a la nación y, de pronto, a la fuerza; por eso la legalidad de Madero no nos espantaba ni era incompatible con la situación de hecho que estábamos dispuestos a asumir”, fue lo que dijo Rodolfo Reyes, cerebro de aquel movimiento y profesor entonces de Derecho Constitucional en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de México.

Tal movimiento como se  conoce, es el cuartelazo de la Ciudadela y no fue más que un reto a la legitimidad en nombre de valores sociales, que los autores del movimiento invocaban como superiores a la misma legalidad. Por lo menos había franqueza y osadía  en el planteamiento de la situación.

Después de varios de lucha en la capital de la República, el jefe de las fuerzas leales al Gobierno, general Victoriano Huerta, traicionó al presidente Madero, aprehendiéndolo junto con el vicepresidente Pino Suárez; los defensores de la Ciudadela, se unieron al traidor mediante un pacto firmado en la embajada de Estados Unidos, con Félix Díaz y Henry Lane  Wilson.

Luego, de allí en adelante se modifica sustancialmente la situación jurídica. Por renuncia del presidente y del vicepresidente, sustituyó a aquél  de acuerdo con el artículo 81 de la Constitución de 57, el secretario de Relaciones, quien inmediatamente después, designó, para ocupar la Secretaría de Gobernación a Victoriano Huerta y renunció a su cargo en virtud de lo cual, ocupó Huerta la Presidencia en sustitución del presidente interino Pedro Lascuráin que duró en el poder 45 minutos. La Cámara de Diputados aceptó las renuncias en ejercicio de la facultad que le confería el artículo 82 de la Constitución; el Poder Judicial, el ejército y los gobernadores de los estados, excepto uno, reconocieron que el régimen nuevo continuaba sin interrupción el sistema de legalidad.

Sin lugar a dudas, las formalidades previstas constitucionalmente se habían cumplido de manera impecable porque ni Madero ni Pino Suárez tuvieron la entereza de eludir la complicidad en esa traición, negando sus renuncias. Tampoco la Cámara de Diputados, donde había mayoría adicta a Madero tuvo la gallardía de rehusar su aprobación a las renuncias. De esta forma, todos colaboraron a colocar el puente por donde el traidor ingreso a la legalidad.

Por eso el gobierno de Huerta no fue de usurpación. El usurpador del cargo es aquel que lo ocupa y realiza el acto sin ninguna clase de investidura, ni regular ni prescrita. Huerta tenía una investidura, que constitucionalmente era regular.

Una situación así, agudizó la vida del pueblo mexicano, y muerto Madero, los ideales de liberación y las conquistas cristalizaron más tarde en la Constitución de 1917. ■

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -