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jueves, 28 marzo, 2024
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Camelot

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Probablemente no exista una mejor definición del secreto tal y como lo hiciera Robert Frost en los siguientes versos: «Damos vueltas en corro y hacemos conjeturas./ Sentado en medio está el Secreto: él sabe». Esa composición puede ser de utilidad para imaginar una de las escenas iniciales que se desarrollan, bajo una breve y soez descripción, en la obra La muerte de Arturo de sir Thomas Malory: la metamorfosis del rey Uther Pendragón en la persona del duque de Cornualles a instancias de Merlín, con el absoluto cometido de yacer con Igraine, consorte del duque, resguardada en el castillo de Tintagel. La transfiguración no solamente se limitó a Uther, también pasó a sus fieles escuderos: Ulfius siguió la forma de sir Brastias, leal al duque, y Merlín fue un duplicado de sir Jordans, otro caballero de las confianzas de Cornualles. Por tan semejante favor, Merlín recibió algo a cambio: «éste es mi deseo: la primera noche que yazgáis con Igraine engendraréis un hijo en ella; y cuando nazca, será entregado a mí para criarlo como yo quiera, pues será para honra vuestra, y el niño valdrá según sus merecimientos». Los sucesos venideros serán protagonizados por la suerte ya cifrada de un caballero que unificará a todo un reino: Arturo.

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Asumiendo las previsiones necesarias para zanjar el dilema de un interregno, el cuestionamiento de Merlín a Uther sobre su inminente sucesión conlleva el vítor popular de el rey ha muerto, larga vida al rey. La presencia de Arturo es inexorable luego del exilio premeditado. Tomando como base el libro de Malory (con fecha de 1485), el ciclo artúrico se actualiza a través de una reciente producción que lleva por nombre Camelot (2011), serie patrocinada por Starz y GK–tv. Más allá de las flaquezas exhibidas tras la decena de entregas que conformó su primera y única temporada, tal propuesta es un repertorio de variantes que tiene como mérito no perder la referencia del cúmulo de ingredientes de la literatura medieval. Pese a tomar amplías libertades en pasajes donde la obra de Malory tan sólo bosqueja sugerencias —la nigromancia de Morgana, las implicaciones de la remoción de la espada en la piedra, la forja de Excalibur junto al nacimiento del mito de la Dama del Lago, el amor de Arturo por Ginebra pese a la advertencia de Merlín sobre la futura infidelidad de ésta—, Camelot se deja llevar, quizá, por el elemento más trascendental del género de la caballería: el amor cortés, respetando en cierta medida las directrices de un carácter sensual erótico. Como bien lo señala Arnold Hauser, «el tratamiento sentimental de la inclinación amorosa y la tensión que constituye la incertidumbre de si los amantes alcanzan o no la mutua posesión» están vigentes en la mayoría de los capítulos que conforma la serie.

La languidez actoral de algunos personajes de la historia poco demerita la reinterpretación de ciertos escenarios culmen del canon artúrico. Una constante en esa inconsistencia de disímiles desempeños es Merlín, que destaca en pericia y prudencia cuando se compara al torpe e insulso desempeño del monarca. Esa ambivalencia de matices que definen al hechicero —no siendo ajeno al proceder de la magia negra— resuelve uno de los mejores episodios de Camelot: «La Dama del Lago». Después de inculcar en Arturo la ética caballeresca —fortaleza de ánimo, perseverancia, moderación y dominio de sí mismo—, a Merlín le sobreviene la búsqueda de un artilugio no común que servirá de protección a su rey: la espada Excalibur. En una cadena de hechos desafortunados, motivados por una concatenación de tendencias humanas y supramundanas, sensuales y espirituales —de las cuales Merlín es sólo un instrumento—, se apela a la magia en sobradas ocasiones con un desenlace que deriva en tragedia. Sin embargo, el ensayo de esta variación logra cautivar debido a la belleza visual del instante, donde un lago se vuelve hielo a cada paso del mago, erigiéndose como la tumba de un ser inocente.

Es aquello que se aparta y que se separa, con las reservas de lo que solamente parece ser. Consciente de su existencia como un secreto para los demás, Morgana está unida a los hilos de la conspiración, la inteligencia y la brujería. Interesante combinación porque acaso es el personaje mejor logrado de todos, y el más temible. Ignoro si fue consciente el trato especial que hay en ella, mas existe una posible correspondencia con la evolución que la mujer digirió a partir del siglo 9 en la cultura cortesana medieval. Sabiendo del rechazo de su padre, el rey Uther, y de la negativa de éste a heredarle el reino, pelea con sus propios recursos por un derecho que le correspondía en su tiempo histórico: bajo un nuevo régimen legal, era posible la sucesión del trono a las hijas y el traslado de grandes dominios territoriales al patrimonio de la mujer. En este sentido, la exigencia de Morgana es justa y razonable; en el linde de la ficción, sus actos se conducen bajo una decisión inquebrantable a la sazón de un secreto celosamente guardado en la apariencia de otro, haciendo caer a Arturo en el pecado del incesto. El hijo de ambos, Mordred, cargará un destino indeseable: finiquitar la vida de su padre. Una continuación del libro de Malory que no será retomada por Camelot ante la insuficiencia de una segunda temporada.

Correo electrónico: [email protected]

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