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miércoles, 24 abril, 2024
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Los jaltomates de la abuela

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Por: JUAN ANTONIO VALTIERRA RUVALCABA •

  • A Pedro, mi carnal, para que pronto se recupere de la operación del sábado.

La abuela solía caminar mucho. Se colocaba su güaripa un poco más ancha que las normales para mujer. Agarraba sus bolsas repletas de comida y seguida por sus nietos se iba rumbo de las milpas que quedaban allá por este.

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En ocasiones la naturaleza se portaba generosa y llovía lo suficiente para que los campesinos salieran al campo.

Eran los tiempos de siembra para los hombres que sembraban los pedacitos de tierra que tenían.

Por las veredas cuesta arriba o cuesta abajo, la abuela rezaba como entre dientes. Apenas perceptible a los demás oídos. Como los muchachos aún no eran expertos en esas letanías de caminantes sólo arremedaban los sonidos finales.

Luego convidaba a todos de una que era famosa porque llamaba a San Jorge. Decía que si la sabían la entonaran a la par de ella para que no ocurriera nada en la travesía de kilómetros hasta llegar a donde los hombres andaban sembrando.

Sol de junio. Nos seguía milímetro a milímetro. No dejaba de iluminarnos con su calor y la sombra que primero traíamos tras nosotros y al rato cuando el sol rebasaba el mediodía la asombra se adelantaba y a media que se iba estirando nos aseguraba que avanzábamos más allá de las doce del día.

-San Jorge bendito- repitan conmigo, hijos.

Todos al unísono: ¡San Jorge bendito!

Enseguida completaba la frase para que la siguieran los tres nietos que juntos sumaban 21 años, pues tenían 9, 7 y 5 años cada uno.

-¡Amarra a tus animalitos con tu cordón bendito!, finalizaba la abuela.

Estas oraciones sirven para que no se nos acerquen las víboras o que nos las aparte del camino lleno de yerba. Esos animales son malos pues si nos llegara a morder uno de ellos nos podemos morir.
Igual la abuela llevaba un bordón con el cual hacia a un lado las yerbas para despejar la vereda que en tiempos de lluvia crecían hasta alcanzar un metro. Los gordolobos unas flores parecidas a los girasoles pero más pequeñas se daban por miles.

Se daba el epazote, el yerbanis, margaritas y miles de flores amarillas. Un bonito tapiz asemejaban desde lejos.

En una ocasión contaba que una viejita que fue a los jaltomates que se daban en las milpas crecidas y verdes. La acompañaban dos nietas jovencitas. Ya casaderas. Cuando eso ocurría las gentes mayores vigilaban que ningún pelao se acercara con pretensiones a las muchachas bonitas.

Se metieron a las milpas agachadas buscando las matas con esas jugosas y dulces frutas silvestres de color morado. Mientras, la viejita las esperaba mirando para todos lados no fuera que se les apareciera un hombre buscando a las jóvenes.

Una de las muchachas encontró uno ya caído de la mata y sin la cascarilla que lo cubría y grito a la abuela que había encontrado un pelado. “¡Abuelita mire, un pelao!”

La viejita, narraba la abuela, corrió despavorida sin voltear. Iba corrí corrí. Las enaguas se atoraban en los gatuños y las nietas le gritaban: “¡Abuelita, la garra!” “¡Abuelita, la garra! La viejita volada creía que la perseguía un pelao con pretensiones matrimoniales.

Imagínense ustedes, la viejita corría y corría…y como las nagüas se le atoraban en los gatuños, ella gritaba: “¡estese viejo grosero pos yo que le hago!”

Cuando llegaron los hombres de sembrar. Soltaron a la yunta, aventaron el sombre por un lado y se sentaron sobre una piedras apiladas a comer de lo que les llevaban.

El cielo pardo se comenzó a oscurecer con signos de lluvia.

Un agachado hombre mayor predijo tiempo de abundante cosecha: ora sí tendremos mucha morcacha para gastar. ■

*Comunicador

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