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martes, 16 abril, 2024
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Remiendos de la tierra

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Por: JUAN ANTONIO VALTIERRA RUVALCABA •

Contribuir a la construcción de las presas y represas, caminos de terracería y bordos de abrevadero eran las ocupaciones de los lugareños en tiempos de secas.

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Los años sesenta. Epocas de grandes familias por sus integrantes.

Por mucho tiempo todo era sol; lo demás, desolación truncada por unos gatuños o chaparros y escuálidos huizaches y pirules que soportaban altas temperaturas que sólo aguantan víboras, camaleones y lagartijas.

Era de madrugada. De la casa enclavada en un pequeño cerrito frente a un solar sembrado de árboles frutales, salió a toda prisa la muchacha de 15 años.

Los abuelos vieron la salida, pero se quedaron quietos porque creyeron que iba a hacer de sus necesidades afuera de la casa.

No imaginaron que Irene se había salido pero en dirección de la comunidad llamada San Marcos. Eran las cuatro de la madrugada. Caminando al rancho próximo se haría una hora, tanteaban los lugareños. Qué hacía una adolescente a esa hora dirigiéndose hacia allá, era la cuestión.

A esa edad, muchas muchachas y muchos muchachos de esas zonas comienzan su despertar. Muchos creen y se imaginan que Irene pretendía huir del seno materno así porque sí.

La idea de Irene era conseguir trabajo en Fresnillo. Quería ayudar en los gastos de la familia, que estaba arrimada en casa de los abuelos Alejandra y Adolfo.

Cuando su mamá salió azorada preguntando por la muchacha, los abuelos sólo dijeron:
-Pues salió muy rápido. Creímos iba al baño allá afuera.

Vivían cerca de un río que llevaba agua cuando llovía. Era raro que sucediera en cada temporada de lluvias. El agua que extraía el abuelo era de un pozo profundo que escarbando construyó.

La poca agua servía para preparar alimentos, lavar ropa -cada ocho días-; alimentar su ganado vacuno y caballos, además de regar el solar. En esas ocasiones comían duraznos, manzanas verdes y capulines.

El aseo personal era cada semana. Sobre todo cuando había festividades de los santos u otras como bodas, bautizos y charreadas y carreras de caballos. Esos días se arreglaban y se ponían muy curros.

La abuela ordeñaba y la leche era guardada en cubetas de lámina al fondo de la cocina el sitio más frio y ello ayudaba a mantenerla en buen estado.

Al sacarla, la leche se echaba a perder y luego era escurrida en una tela blanca y limpia llamada cotense. El suero que se aparaba en un utensilio más pequeño era hervido para hacer dulce con canela que se comía a cucharadas.

Consumían agua del mismo pozo que luego de ser filtrada en una olla de barro se pasaba a otra que conservaba el sabor a tierra húmeda.

El abuelo fue revolucionario. Tenía algunos centavitos para vivir mejor que otros lugareños. Además, era muy trabajador.

Irene escuchaba en la radio y a los muchachos de su edad que en la ciudad había lugares donde contrataban a gente para trabajar y le pagaban dinero. Ella también oía a sus padres que tenían necesidades económicas y que no les alcanzaba el dinero que tenían.

Los papás de Irene vivían en la casa de los padres de su mamá porque llegaron buscando conseguir dinero para llevar al médico a dos de sus hijos que tenían sarampión. Ahí se quedaron. Don Adolfo le ofreció los centavos para curar a los niños a cambio pidió le ayudara a preparar la tierra para sembrar.

Irene caminaba a toda prisa. De lejos su silueta niña con falda volando al airecillo que mesaba también su pelo despeinado apenas sujetado con unos broches. Ella fue alcanzada por uno de los hermanitos enviado por los padres. Gritos y gritos para que detuviera su marcha rumbo de San Marcos.

Ella quería llegar a la comunidad más poblada para tomar el camión que a las cinco de la madrugada salía de ahí a Fresnillo.

Gatuños o chaparros arañaban sus calcetas y piernas y las de su hermanito que pronto le dio alcance luego de caer en varias ocasiones sobre la tierra mal remendada por la naturaleza.

Irene sólo llevaba un quimil con parte de sus ropas para un par de días. No más. Sofocados por la prisa de los pasos, detuvieron su andar por unos minutos cuando distinguieron a lo lejos un hombre a caballo. Venía en dirección de ellos. Era el papá.

-Vengo por ustedes. ¿Qué te pasa, Irene acaso estás loca, pues a dónde vas?
Diciendo esto, bajó del corcel y regañó una vez más a la muchacha que en supino arrebato quería llegar a la ciudad en búsqueda de trabajo.

La tierra de por estos rumbos no es pareja. Unos tienen para sembrar y otros no. Unos siembran de temporal, otros a medias y los que tienen recursos de riego pues compran un motorcito y con él bombean agua hasta sus tierras. Los que están cerca de presas y represas hacen canales o acequias para que el agua vaya hasta esas sedientas parcelas.

Desde lo lejos los remiendos mal hilvanados distinguían unas tierras bien alimentadas por los abonos y demás implementos. Del otro lado, kilómetros quizá, unas polvorientas y deshilachadas tierras sin posibilidades de producir en abundancia. Algunas yerbas aferradas con sus raíces expuestas ahí permanecían.

Irene llorando retornó a casa de los abuelos maternos. Sus lágrimas refrescaron una millonésima parte de la tierra. Su frustración estuvo contenida hasta el año del 67 cuando la familia emigró a la ciudad.
Amanecía. La luna bajaba frente a ellos, mientras el sol se asomaba a sus espaldas. Pocas estrellas permanecían encendidas a la vista.

*Comunicador.
[email protected]

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