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jueves, 25 abril, 2024
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La crisis energética mundial y el futuro de la energía en México

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Por: JOSÉ LUIS CALVA •

El petróleo es cada vez de menor calidad, más difícil de extraer y más caro, advierte Calva

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Pemex debe ser dirigida por profesionales capaces y comprometidos con la nación, señala

El geofísico texano Marion King Hubbert descubrió que, en condiciones de demanda creciente, la producción de petróleo -de un yacimiento o de un país- experimenta una evolución similar a una campana de Gauss, alcanzando su pico cuando la mitad del petróleo ha sido extraído. En 1956 pronosticó que la producción petrolera del conjunto de los yacimientos de Estados Unidos alcanzaría su pico entre finales de la década de 1960 y principios de la década de 1970.

Mientras eso ocurría en Estados Unidos, al sur del Golfo de México un pescador llamado Rudesindo Cantarell encontró una mancha de aceite que brotaba del fondo del mar a unos 70 kilómetros de la costa. Poco tiempo después, se descubrió que se trataba de un yacimiento petrolero supergigante, el segundo más grande del mundo, que desde entonces lleva el nombre de Cantarell.

Su producción comenzó en 1979 con 51.8 miles de barriles diarios en promedio anual, y alcanzó su pico de Hubbert en 2004 con una producción promedio de 2.14 millones de barriles diarios, aportando 63.2 por ciento de la producción mexicana de crudo, que en 2004 alcanzó la cifra récord de 3.38 millones de barriles diarios. Fue también el pico de Hubbert de la producción petrolera mexicana, como se argumenta rigurosamente en este libro. Desde entonces, la extracción de petróleo ha declinado a 3.26 millones de barriles diarios (mdbd) en 2006, a 2.79 mdbd en 2008 y a 2.58 mdbd en 2010.

Poco antes del hallazgo de Cantarell, ocurrido en 1972, Marion King Hubbert había concluido un estudio prospectivo de la producción petrolera mundial. En un artículo titulado The Energy Resources of the Earth, publicado en Scientific American en 1971, el célebre geofísico estadunidense ubicó el pico de la producción petrolera mundial en el año 2000, con base en la estimación sobre reservas petroleras probadas, probables y por descubrirse, realizada en 1967 por W. P. Ryman, de Standard Oil Co.

No es sorprendente que este pronóstico de Hubbert -formulado 30 años antes del evento mundial esperado y con la información entonces disponible- no se haya confirmado con absoluta precisión; lo asombroso es que haya estado tan cerca. En un estudio publicado en noviembre de 2010, la Agencia Internacional de Energía -organismo creado por la OCDE en 1974- señaló que el pico histórico de la producción mundial de petróleo crudo convencional se alcanzó en 2006 (World Energy Outlook 2010).

Ciertamente, la Agencia Internacional de Energía observó que la producción de condensados y petróleo no convencional (de arenas bituminosas, crudo ultrapesado y de aguas profundas) continúa creciendo. Es una consecuencia esperada del pico de la producción de petróleo convencional. De hecho, este pico no sólo significa que “el vaso de petróleo convencional está medio vacío”, sino también –como se argumenta en este libro– que se ha extraído la mayor parte del petróleo de mejor calidad (el más ligero y con menor contenido de sulfuros), que es el primero que fluye de los yacimientos y es el más fácil de extraer y el más barato. Después ocurre lo contrario: el petróleo extraído es cada vez de menor calidad, más difícil de extraer y más caro. Y esto es precisamente lo que se ha observado como promedio planetario durante los últimos años.

La creciente demanda adicional de petróleo ha pasado a ser cubierta con petróleo no convencional, cuya producción es de altos costos y sólo es viable con elevados precios del petróleo. Por ejemplo, con costos de por lo menos 60 dólares por barril se está extrayendo petróleo de aguas profundas en la parte estadunidense del Golfo de México; con costos cercanos o superiores a 70 dólares por barril se está produciendo petróleo de arenas bituminosas, etcétera (véanse en este libro los textos de Ferrari y Estrada y de Rojas y Morera).

En consecuencia, la crisis energética que irrumpió en la primera década del siglo 21 con el alza de los precios internacionales del petróleo –que pasó de 34.17 dólares por barril (dpb) en 2003, a 44.17 dpb en 2004, a 60.87 dpb en 2005, a 76.13 dpb en 2007, y 98.5 dpb en 2008, tomando siempre como referente el crudo Brent y en dólares constantes de 2010– es simplemente la punta del iceberg de una crisis energética estructural de grandes consecuencias. ¿Mala suerte o buena suerte? Veamos primero la cara amable del asunto.

“Las crisis traen progresos”, decía Albert Einstein. Los elevados precios del petróleo –sumados a los avances en la conciencia ecológica universal y en la construcción de acuerdos internacionales sobre el cambio climático global provocado por los gases de efecto invernadero (gei), derivados de la quema de hidrocarburos– han traído consigo grandes recursos y estímulos para la investigación en energías limpias (que minimizan la emisión de gei), así como un crecimiento exponencial de las inversiones mundiales en la producción de energías renovables, incluyendo el aprovechamiento de nuestra más promisoria fuente primaria de energía: la luz solar.
Mediante el aprovechamiento de la luz solar se podrían satisfacer con creces los requerimientos de energía de la humanidad. Se tienen acelerados avances en esta dirección: durante el periodo 2005-2008, la capacidad instalada en generación de energía fotovoltaica se incrementó seis veces.

Además, en el mismo periodo creció 2.5 veces la generación eólica de electricidad, se duplicó la capacidad instalada de calentamiento solar y se observaron importantes avances en centrales hidroeléctricas y geotérmicas. “En algunos países, el desarrollo de las energías renovables es impresionante: por segundo año consecutivo, las nuevas capacidades de producción de energía a partir de fuentes renovables rebasaron a los combustibles fósiles en Europa (60 por ciento) y en Estados Unidos (50 por ciento). China superó a los países europeos y a Estados Unidos como el país con mayor inversión en energía limpia”. Es el principio de una promisoria transición energética.

Ubicados en este contexto, surgen dos interrogantes: 1) ¿cuáles serán los efectos del declive petrolero posCantarell sobre la economía mexicana?, y 2) ¿cuál es la mejor estrategia para el futuro energético de México? Para empezar, cabe recordar que mientras la producción petrolera de nuestro país alcanzaba su pico de Hubbert en 2004, las exportaciones mexicanas de petróleo también llegaban a su pico con 1.87 millones de barriles diarios exportados en 2004, descendiendo después a 1.79 mdbd en 2006, a 1.4 mdbd en 2008 y a 1.36 mdbd en 2010. Sin embargo, esta caída del volumen de crudo exportado no ha traído consigo, hasta ahora, efectos negativos sobre las finanzas públicas ni sobre la balanza comercial, porque paralelamente se produjo el fuerte incremento de los precios internacionales del petróleo.

De hecho, la mezcla mexicana de crudo de exportación saltó de 35.84 dólares por barril en promedio anual durante 2004 (siempre en dólares constantes de 2010) hasta 57.37 dpb en 2006, y brincó a 85.46 dpb en 2008 para descender a 58.34 dpb durante la gran contracción económica de 2009 y subir nuevamente a 72.33 dpb en 2010.

Pero ¿qué ocurrirá en el futuro próximo? Por una parte, si la tendencia declinante de la producción petrolera mexicana se mantiene como hasta ahora, al término de la presente década México dejará de ser exportador de crudo. Previamente, debido a las enormes cantidades de gasolinas (así como de otros petrolíferos y de petroquímicos) que México importa, las exportaciones de crudo se igualarán en valor con nuestras importaciones de derivados del petróleo, y enseguida nuestro país se convertirá en importador neto de hidrocarburos. No sólo se abrirían enormes boquetes en las finanzas públicas y en los balances externos de comercio y de cuenta corriente, sino que los petrolíferos permanentemente caros podrían traer consigo efectos negativos sobre nuestra industria, agricultura y economía en general.

Por eso hay que actuar a tiempo. Para ilustrar el pasaje de México a la era posterior a su pico petrolero de Hubbert, aduciremos algunas cifras. Cuando la extracción de petróleo del yacimiento supergigante de Cantarell, situado en aguas someras del Golfo de México, estaba en la curva ascendente de su campana de Gauss, el petróleo era un regalo: poco más de 200 pozos llegaron a producir 2.1 millones de barriles de petróleo diarios, es decir, alrededor de 10 mil barriles diarios por pozo, con un costo de 4 a 5 dólares por barril.

Tras la caída abrupta de Cantarell, el yacimiento de Chicontepec fue oficialmente anunciado como el gran sustituto, aunque Chicontepec tiene tres o cuatro veces más petróleo que Cantarell, no es en realidad un campo petrolero único sino “una serie de lentes discontinuos y con un petróleo pesado muy difícil de extraer, de modo que se estima que sólo 10 por ciento podrá ser extraído a un costo muy elevado”.

Los resultados han sido decepcionantes: durante 2008 el rendimiento por pozo petrolero fue de apenas 40.6 barriles diarios, y en el periodo enero-agosto de 2011 el rendimiento cayó a 24.9 barriles por día (La Jornada, 16/10/2011). En este contexto, la dirección general de Pemex, ha reconocido: “el costo de desarrollar reservas probadas en Chicontepec es de unos 27 dólares por barril” (idem). Días después, Pemex anunció la instalación de plataformas para extraer petróleo en aguas profundas del Golfo de México, donde espera encontrar un volumen equivalente a 3.2 años de la producción petrolera actual (El Universal, 18/10/2011); el problema consiste en que el costo de extracción observado en la parte estadunidense del Golfo de México es de por lo menos 60 dólares por barril.

Para las finanzas públicas, todo esto significa que después de haber cruzado el pico de Hubbert de la producción petrolera mexicana, hay que gastar en descubrimiento de reservas y en extracción de crudo mucho más por cada dólar de ventas petroleras. En los buenos tiempos de Cantarell, el petróleo extraído a muy bajo costo (4 a 5 dpb) llegó a venderse en 82.54 dpb durante el pico de precios de 1980, en dólares constantes de 2010. Ergo, en la era posCantarell, los ingresos netos de costos procedentes del oro negro se reducirán aun durante el lapso en el que México seguirá exportando crudo.

Hay que remarcarlo: como los demás países que ya cruzaron el pico de Hubbert de su producción petrolera, México no se quedará sin petróleo, pero el costo de su descubrimiento y extracción será cada vez mayor. Por eso, cualquiera que sea la cara ingrata de la crisis energética mundial y del descenso y encarecimiento de nuestra producción petrolera en la era posCantarell, una cosa es indudable: México debe administrar bien sus decrecientes recursos petroleros y realizar ordenadamente su transición hacia las energías renovables.

Es necesario formular un plan nacional energético con visión de largo plazo, orientado a la racionalidad energética y que incluya una reducción paulatina del consumo interno de petróleo, y un uso masivo creciente de fuentes renovables, especialmente de las energías solar, éolica y geotérmica.

Además, es urgente despetrolizar las finanzas públicas mediante una reforma fiscal integral, no sólo en previsión del declive de los ingresos petroleros de Gobierno federal, también para hacer factible una reducción administrada de nuestras exportaciones de petróleo crudo.

En el futuro, siendo el sector energético un eslabón esencial de nuestras cadenas productivas y un importante motor del desarrollo económico de México, su expansión y modernización debe impulsarse con criterios e instrumentos modernos de política industrial. En general, el desarrollo de capacidades tecnológicas y las externalidades espontáneas e inducidas que generan los complejos energéticos deben ser promovidos con una visión integral de las cadenas de valor.

No es admisible que México sea exportador de petróleo crudo e importador de gasolina y petroquímicos, afectando no sólo la balanza comercial sino también la generación de empleos y las externalidades derivadas del desarrollo de la industria de transformación. Tampoco son admisibles esquemas de inversión energética como los “Pidiregas”, los proyectos “llave en mano” o los denominados “contratos incentivados”, los cuales han desplazado a las empresas mexicanas de ingeniería, de construcción y de fabricación de bienes de capital, que están en desventaja por las condiciones de financiamiento y desarrollo tecnológico que traen consigo sus competidores extranjeros.

Por el contrario, es necesario desarrollar las redes de contratación con proveedores nacionales, impulsar la cooperación entre universidades y empresas energéticas para la investigación y el desarrollo de tecnologías, así como para la formación de recursos humanos, además de promover resueltamente los encadenamientos productivos hacia delante, especialmente con las industrias química y automotriz, como parte de una nueva estrategia de industrialización, utilizando los amplios márgenes de maniobra que México tiene en su régimen constitucional y como parte contratante de tratados y acuerdos internacionales.

De manera específica, en la industria petrolera es necesario retomar el objetivo, hoy abandonado, de generar tecnologías propias cuya viabilidad está comprobada por la experiencia mexicana durante el periodo anterior a la estrategia económica neoliberal (cuando el Instituto Mexicano del Petróleo llegó a ser exportador de tecnología), así como por experiencias de otros países en desarrollo (Petrobras en Brasil, como un líder tecnológico mundial en perforación profunda).

Sin embargo, para que la industria petrolera pueda realizar sus inversiones en ciencia y tecnología, así como en modernización y ampliación de su capacidad industrial en la perspectiva de la racionalidad energética, son necesarias: 1) una reestructuración política que haga factible que Pemex sea dirigida por profesionales capaces, fogueados en la propia industria y comprometidos con el interés superior de la nación (en lugar de que sea entregada como botín político a funcionarios incompetentes o corruptos), y 2) una reestructuración fiscal que permita a Pemex retener una proporción de sus ingresos suficiente para realizar sus inversiones en activos físicos y en investigación y desarrollo tecnológico en la magnitud y con la celeridad requerida.

El Estado debe seguir siendo responsable de la industria eléctrica. Como propiedad pública, es posible la expansión y modernización de esta industria con horizonte de planeación estratégica de largo plazo. Su privatización no necesariamente mejoraría el servicio ni reduciría las tarifas eléctricas: podría ocurrir exactamente lo contrario, como lo muestran diversas experiencias internacionales.

Más aún, la industria eléctrica constituye un ámbito primordial de la transición hacia el uso masivo de fuentes renovables y limpias de energía, especialmente mediante la generación de electricidad fotovoltaica, eólica, geotérmica e hidráulica. Como meta inmediata de la industria eléctrica es necesario establecer que el total de la ampliación futura de la capacidad de generación de electricidad se realice con tecnologías verdes, y remplazar paulatinamente el uso actual de carbón por gas. Desde luego, para que la industria eléctrica pueda convertirse en el más importante motor de la transición energética, realizando directamente sus inversiones en ciencia y tecnología, así como en ampliación y modernización de su capacidad instalada, es también necesario: 1) que las empresas eléctricas sean dirigidas por profesionales capaces, honestos y experimentados en la propia industria, y 2) pasar a un esquema tarifario competitivo que permita a las empresas públicas eléctricas su ampliación y modernización, bajo condiciones de autonomía financiera y de gestión.

Finalmente, permítasenos remarcarlo, una exitosa transición energética hacia las fuentes renovables es insostenible sin una estrategia endógena de investigación y desarrollo tecnológico con visión de largo plazo, evitando el craso error de apostar a la compra de tecnologías extranjeras y, lo que es peor, apostar a la contratación de plantas energéticas llave en mano con empresas extranjeras.

Hay que recordar que México cuenta con recursos humanos capaces de realizar investigación y desarrollo tecnológico, así como con recursos naturales más que suficientes para cubrir la demanda interna de energía con fuentes renovables y que a la vez contribuyan a reducir la emisión de gases de efecto invernadero que están generando el cambio climático.

En esta perspectiva, México debe descartar la opción de producir biocombustibles a partir de alimentos. Recuérdese que el etanol producido a partir del maíz genera casi tantos gases de efecto invernadero como los combustibles fósiles, y que la producción de este etanol consume tanta energía que la ganancia neta es poco significativa.

Además, como señaló Mario Molina, premio Nobel de Química: “si los granos, en lugar de aliviar el hambre, se usan para alimentar vehículos sería una cosa irresponsable”. Aun si se sustituyera sólo 10 por ciento de la gasolina consumida en nuestro país por etanol producido a partir de caña de azúcar, que es el más eficiente biocombustible, México tendría que dedicar un millón de hectáreas a su cultivo. Y lo peor sería “aprobar que se destruyan bosques y selvas para hacer cultivos de biocombustibles” (Mario Molina, en La Jornada, 18/5/2007). Ciertamente, los costos sociales y riesgos ambientales de los biocombustibles son demasiado elevados.

En suma: México requiere una política energética de Estado, con horizonte de planeación de largo plazo, que aproveche nuestros recursos humanos y naturales para lograr el desarrollo endógeno de nuestra industria energética, que administre racionalmente nuestros declinantes recursos petroleros y realice una transición exitosa –económica y ambientalmente sostenible–, hacia el uso masivo de fuentes renovables y limpias de energía.

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