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jueves, 18 abril, 2024
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Imitación en el arte

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Las artes, en la filosofía aristotélica, son mimesis que difieren entre sí, según los medios de imitación, a los objetos imitados y según las maneras de imitar. Por ejemplo, la pintura imita a través de la textura y el color; la música por medio del ritmo y la armonía; la poesía lo hace a través de la palabra, ya sea en prosa o en verso. No se debe confundir la esencia de la poesía, pues ésta no radica en el verso sino en la imitación. También, en cada género literario, el medio de imitación que predomina es diferente. En la epopeya impera la palabra junto a la trama, y en la poesía nómica y ditirámbica conviven la armonía y el ritmo, e igualmente, pero de manaera alternativa, en la tragedia y la comedia. En la medida que los hombres pueden ser mejores o peores debido a su actuación noble y elevada, en la literatura pasa lo mismo, ya que se imitan, como en la tragedia y la epopeya, las acciones nobles y heroicas. Aristóteles distingue dos modos de imitación: el diegético y el dramático. El primero es propio de la epopeya y es el que usa el poeta para hablar en su propio nombre o en el que cede la palabra a sus personajes, donde a través de ellos asume diferentes personalidades. El segundo corresponde a la tragedia y la comedia, donde el rapsoda sólo reproduce las palabras de los actores que viven de manera directa la acción frente a los espectadores.

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De esta manera, los creadores pueden utilizar el mismo objeto para realizar su imitación, pero diferirán en el modo de imitación. El teatro, desde este postulado aristotélico, es el género literario que mejor imita el modus operandi de una sociedad para luego registrarla fielmente. En alguna de sus muchas conferencias, el dramaturgo español Juan Mayorga asevera que “el gran tema del teatro es la fragilidad del ser humano y, al mismo tiempo, la emocionante aspiración del hombre por la dignidad, la libertad, la belleza”. Por ello, me viene citar la profundidad religioso de Gógol, aquél que dejara plasmado en caracteres el comienzo de lo que él mismo definiera como la tarea más grande de su vida. Almas muertas es el primer tomo de un proyecto colosal a través del cual intenta pasar al hombre por el infierno, el purgatorio y el paraíso. Cuando comienza el segundo tomo, el dedicado al purgatorio, Gógol experimenta un cambio en el que se intensifica su devoción religiosa y precisa conveniente evitar la vida social, ayunar y prepararse para una vida monacal, al considerar que “no hay nada más alto en el mundo que la condición de un monje”. Lo anterior gira en torno a la regeneración del alma que necesitaba el individuo de su tiempo. Tal como Dostoievski, Gógol supone que sólo al zambullirse en la historia, el pueblo (en esta ocasión, el individuo) conservaría su identidad, es decir, el espíritu ruso. Gógol intenta vivir en carne propia el proceso de regeneración para después ofrecerle al pueblo su experiencia, aunque por desgracia, antes de lograr su objetivo, se le fuera la vida.

Al parecer, estos escritores no carecían de razón al temer por el destino de Rusia, por el destino del alma rusa. Cuando el siglo 20 contaba con pocos años de vida, una serie de sucesos catastróficos ocurren en la vida de este país. Una vez instaurado el comunismo, la producción artística se ve fuertemente amenazada: toda la creación girará en torno al realismo socialista. Pareciera como si el alma rusa fuera un perseguido de guerra y tuviera que asistir a su fusilamiento. Aquéllos que no están dispuestos a presenciar el aterrador espectáculo, son perseguidos y condenados a trabajos forzados en Siberia, torturados y vetados, internados en clínicas psiquiátricas o enterrados en vida en un gulag. Pero, ya fuese desde el exilio o por medio de publicaciones hechas en mimeógrafo (samizdat), levantarán la voz para proclamar que el legado de Glinka y Pushkin no ha desaparecido.

Nada mejor para entender lo que significa el alma rusa como la memorable escena de la novela de Tolstoi, donde la imitación de un baile folclórico es el detonante para descifrar el espíritu de todo una nación —tan bien resuelto por Orlando Figes—. Existe una escena en Guerra y paz que sirvió de inspiración para el ensayo histórico titulado El baile de Natacha, donde la princesa Natacha Rostova se encuentra en el centro de una reunión en una casa de campo, bajo el acompañamiento de una balalaica. Natacha, siendo una jovencita de la corte que ha sido educada toda su vida bajo una tradición occidental, de marcado corte francés, tiene un completo desconocimiento de las costumbres rurales de la Rusia zarina. Sin embargo, sin que nadie lo esperara, la joven noble se involucra sobremanera con el canto y el baile tradicionales, y es entonces que surge de forma inesperada, desde lo más profundo de su ser, el alma rusa a través de sus movimientos acompasados por el ritmo de la música. Así, Figes encuentra el motivo perfecto, bajo el influjo de una imitación en el arte, para emprender una búsqueda de dimensiones épicas, a través de variadas manifestaciones artísticas, sobre un especial sentimiento que ha pervivido durante siglos en el seno de un pueblo entero. ■

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