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jueves, 28 marzo, 2024
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Las sombras del hogar

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Por: Karen G. Llamas •

El estigma de que la labor doméstica es intrínseca a la naturaleza de la mujer apenas empieza a ponerse en tela de juicio, para darse cuenta de ello basta con voltear a ver a nuestra generación pasada de mujeres y ver que en ellas caía la carga completa de la misma: cuidar, criar, alimentar y todas las otras labores que eran necesarias para mantener en óptimas condiciones el espacio habitacional para la familia. Ahora bien, ¿cómo llegamos a ocupar esa posición en la estructura familiar? y, ¿por qué esa posición históricamente contiene una desvalorización de la labor que ejecuta?

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Son varios los mitos acerca de sociedades matriarcales primitivas, donde las mujeres son las detentadoras del poder social y político dentro de dichas sociedades (si es que de hecho estos conceptos tienen una analogía o si no son más que anacronismos). Pero el intercambio del patriarcado por el matriarcado supondría un fallo en ésta y una victoria sobre dicha estructura social.
La agricultura permitió que las tribus primitivas de cazadores-recolectores se establecieran en lugares determinados, y que en estos lugares determinados sembraran y cosecharan las tierras; este trabajo agrícola supuso grandes cambios en la vida de los cazadores-recolectores. Uno de ellos fue el trabajo diario y exhaustivo que necesitaban las tierras -puesto que la tecnología que se utilizaba para el campo era casi nula- para ser labradas, sembradas y cosechadas; pero también, este mismo esfuerzo permitió el surgimiento de pequeñas aldeas que se conformaban por clanes o familias, donde dichos clanes o familias ocupaban y trabajan un espacio en particular en la aldea.

Esta ocupación de un espacio en particular dentro de un territorio se concretiza con el advenimiento de la propiedad privada. En la propiedad privada el hombre pasa a ser el poseedor de un espacio concreto, y dentro de ese espacio concreto nace la familia; el papel de la mujer como madre ahora es importante en la medida que parirá a los sucesores de dicha propiedad -es importante entender que, en primera instancia, el valor monetario de la propiedad no supone la razón principal por la cual se necesiten sucesores de la misma, sino, el trabajo que supone alimentar a los clanes familiares para sobrevivir a las adversidades naturales; y que, conforme se desarrolle la vida política y económica en dichos territorios, el aspecto económico se ligará al aspecto político-, pero con ello, la importancia no se da a partir de una valorización per se de la gestación y el parto, sino, como un medio de producción de manos trabajadoras.

Históricamente es difícil entender el momento exacto en el que esta división del trabajo confinó a la mujer a un trabajo desvalorizado, y, con ello, a una posición desprivilegiada respecto del hombre; pero, filosóficamente creemos que esta desproporción social se da a la par de la aparición de la propiedad privada. Hanna Arendt en su libro “La condición humana”, explica que el nacimiento de la propiedad privada es necesaria para entender la diferencia entre la esfera de lo público y lo privado, que es la polis y la familia respectivamente, donde “la fundación de la polis fue precedida por la destrucción de todas las unidades organizadas que se basaban en el parentesco”, esta propiedad privada se convierte en el oikos, es decir, el hogar, cuyo sujeto principal es la familia.

Para los griegos -cuna de Occidente-, dichas esferas son opuestas entre sí, ya que la capacidad del sujeto para organizarse políticamente, es opuesta a la asociación natural que se da en la familia, y ocurre a expensas de ésta; sin embargo, para la polis es necesaria la esfera privada por el hecho de que los hombres no pueden participar en los asuntos políticos si no tienen un sitio que propiamente les pertenece.

Es el concepto de pertenencia el que aquí nos ocupa. Ser poseedor de algo significa ser dueño de algo y tener derecho sobre ello; como se explicó, el papel de la mujer en el seno familiar era el de mujer-madre, cuya actividad gestante la confinaba a mantener y cuidar el patrimonio del hogar, patrimonio que nunca fue posesión de la mujer, sino que ella misma se convertía en un objeto dentro de esa propiedad, y así, según Beauvoir, “el varón reivindicaba también el derecho sobre ella”. Esta posesión relegó a la mujer a una especie de -como lo dice Laura Lecuona- categoría humana de segunda, ya que, al no ser dueña de nada, ni siquiera de sí misma no puede de ninguna forma reconocerse como igual respecto del hombre que la posee. Así, la propiedad privada y la familia, terminan de moldear una sociedad patriarcal.

La importancia que los griegos le daban a poseer un territorio, radicaba en que -como lo explica Hanna Arendt- la libertad se encuentra solamente en la esfera política, mientras que la necesidad es la que se impone en la esfera doméstica privada, y es, además, un fenómeno prepolítico, que tiene como única importancia satisfacer las necesidades vitales de los individuos, para que los hombres libres tengan “la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales”.

Intentar entender los cimientos del patriarcado es necesario para darnos cuenta que esta estructura social que ahora domina, no es un azar ni un vencimiento en la historia de la humanidad, sino, una negación de los hombres hacia las mujeres como personas autónomas y completas. Los hombres han entendido a las mujeres siempre con la relación que tienen hacia los otros hombres, es decir: como hijas, hermanas, esposas y madres. Por ello, cada vez más, reivindicamos nuestra autonomía en el mundo que habitamos. ■

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