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martes, 23 abril, 2024
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Nuestro pobre radicalismo

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

En al artículo 4, fracción V, de la Ley Orgánica de la UAZ se establece que uno de sus fines es “Coadyuvar a que se erradique la marginación y la desigualdad social, mediante la universalidad del conocimiento y el desarrollo de los más elevados valores humanos…”. Queda claro que la universidad debe contribuir a mejorar la vida de los zacatecanos, y nos dice cómo: mediante los valores y el conocimiento. Pero ¿Qué valores? ¿Qué conocimiento? Estas preguntas dejan de ser ociosas cuando recordamos que atravesamos por una época en la que los valores tradicionales se “subvierten” y el conocimiento científico se desafía bajo las banderas de la “posmodernidad”. Sin embargo, los hacedores de la Ley Orgánica no tenían de referentes las cavilaciones de Lyotard en su “La condición postmoderna” o los crucigramas lingüísticos esbozados en “Ser y Tiempo” de Heidegger, parecían estar más orientados por la visión de un estado de Zacatecas sumido en la pobreza, dirigido por una clase política poco capacitada para resolver los difíciles problemas regionales desde una perspectiva social, i.e., una que tenga por prioridad la dificultades del 50% o más de pobres que suele reportar el CONEVAL. Leído con cuidado notamos que el mandato contenido el artículo 4 citado no indica que esa lucha contra la marginación y la desigualdad, librada por la UAZ, sea por medio de la escolarización sino de la expansión de la educación del pueblo de Zacatecas.

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Aquí la diferencia entre “educación” y “escolarización” la trazamos según la distinción hecha por Ivan Ilich entre “sustancia” y “proceso”: la educación es la sustancia del proceso de escolarización, pero en las “sociedades escolarizadas” se confunde el proceso con la sustancia porque se cree que a mayor nivel de certificación se tiene mayor educación. Educar significa liberar, dotar de confianza a los individuos en sus propias capacidades de aprender por sí mismos, de construir una forma de conocimiento validada desde la contribución que tenga en mejorar su vida personal, en la entereza para argumentar sobre los valores con los que se norma la propia existencia. Proceso, o escolarización, implica una constante certificación que propicia una mayor dependencia individual así como una creciente desconfianza, que culmina en la satanización, del logro personal al margen de la escuela. Esto que es cierto de los individuos no lo es menos de instituciones “autónomas” necesitadas de todo tipo de “evaluaciones de pares” para cerciorarse del valor de sus resultados. Entonces la escolarización produce dependencia e inseguridad a nivel individual en tanto que a nivel social implica gastos crecientes porque las certificaciones son negocio. Un ejemplo de gasto creciente es el déficit financiero crónico de la UAZ, cuyo origen se ubica en una expansión de la matrícula, que implicó una expansión territorial, cuyo objetivo es incrementar la escolaridad demás zacatecanos.

Si recordamos que el impulso de esa política provino de un deseo de allegarse más recursos resulta claro que la sustitución de la educación por la escolaridad es un hecho: en la universidad se trabaja para certificarse con el fin de mayores ingresos que nadie podrá fiscalizar. Ilich sostenía, en los años 1960, que “Ni en Norteamérica ni en América Latina logran los pobres igualdad a partir de escuelas obligatorias” por razones contrarias: en Estados Unidos 12 años de escolarización tornan inútil a la persona debido a los cuidados que se le prodigan, mientras que en Hispanoamérica la falta de esos 12 años provoca el mismo efecto porque se tornan en requisito para el empleo. Sin embargo la población interioriza el deseo de escolarización a partir de la premisa opuesta, que es la que promueven los mercaderes de la escolarización al sostener que la educación y el empleo son resultados de una institución particular, sea el Estado o la iniciativa privada. Muchas movilizaciones sociales han surgido como respuesta a cualquier modificación que aparente excluir a los estratos pobres de la escolarización, lo que refuerza en la imaginación social que las universidades en verdad están logrando transformar la sociedad y es necesario oponerse a cualquiera que perturbe su marcha. ¿Cómo recobrar la sustancia perdida en los procesos de certificación, evaluación y fiscalización? La descorazonadora respuesta de Ilich es la siguiente: “Cualquier innovación radical en la educación formal presupone cambios políticos radicales así como transformaciones de fondo en la organización de la producción y una nueva visión radical del ser humano como animal que necesita de la escuela” ¿Por qué es decepcionante? Porque pide algo que está más allá de las instituciones de educación superior. Incluso podemos ejemplificar lo anterior con el caso de la reforma que trató de llevar a cabo la UAZ en el año 2000, cuando se impulsaron tres reformas, en retrospectiva “radicales”: el pase automático, negarse a las evaluaciones del Ceneval y el voto no ponderado. Para la Legislatura del Estado estas propuestas no debían pasar. Y tan no pasaron que su negación se volvió discurso de los mismos dirigentes universitarios. Al integrar esas tres propuestas, junto a otras que tampoco pasaron (como la desaparición de la figura de “director”) notamos que configuraban otro tipo de relaciones entre los universitarios, menos tuteladas. Al parecer, contra los mitos posmodernos, alcanzar la mayoría de edad es, todavía, una propuesta radical. ■

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