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jueves, 28 marzo, 2024
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Viaje al Mar de la Tranquilidad

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Por: FRANCISCO JAVIER GONZÁLEZ QUIÑONES •

La Gualdra 393 / Historia / Río de Palabras

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¿Quién logrará, con máquina potente, sondar el océano del éter,

y llevarnos de la mano allí donde llegaron solamente los osados ensueños del poeta?

El Gran Viaje. Amado Nervo,1917

 

 

 

El crepúsculo vespertino ha desaparecido en la inmensidad oceánica que en el horizonte nocturno se confunde con el firmamento salpicado de estrellas. Centelleantes briznas celestiales que chisporrotean en el inmensurable espacio cósmico. Una de esas briznas, como si fuera una estrella fugaz, se desprende de la bóveda celeste y me remite a la cápsula del Apolo XI, que como una bola de fuego desciende desde el espacio buscando el regazo del Océano Pacífico.

La flamígera experiencia ha resecado mi garganta y de nuevo el bendito mezcal humedece mis recuerdos, esta vez del viaje a la Luna. Las imágenes del Apolo XI se rebobinan en mi memoria para dejar correr las evocaciones de esos días estivales de julio de 1969. Es un miércoles soleado y el ambiente festivo que reina en Cabo Kennedy paulatinamente se va tiñendo de ansiedad, conforme avanza la cuenta regresiva para el despegue del extraordinario cohete Saturno V. Cuando el conteo culmina, liberado de los tentáculos hidráulicos que lo sujetan a la plataforma de lanzamiento, el majestuoso cohete coronado por la cápsula Columbia inicia su ensordecedor despegue. Impulsado por una descomunal potencia y dejando tras sí una estela de fuego, ante la mirada de Arthur C. Clarke, Charles Lindbergh, Eugenio Méndez Docurro, Miguel Alemán Velasco y otros miles de atónitos espectadores que han acudido a Cabo Kennedy, la colosal nave se desvanece lentamente en el cielo.

Diez minutos más tarde, a miles de kilómetros de la plataforma de lanzamiento, el Saturno V ha soltado en el mar sus dos primeras etapas y entonces la nave espacial, compuesta por el módulo de mando Columbia y el módulo lunar Águila, circunda la Tierra para posicionarse, a 187 km. de altitud, en la etérea pista desde la cual debe impulsarse hacia la órbita translunar. Después de tres horas de iniciado el despegue, la nave espacial alcanza los 40,320 km/h que requiere para vencer la atracción gravitatoria de la tierra y entonces, enfilada rumbo a la Luna, apaga sus motores para continuar viajando bajo el impulso de la inercia determinada por la Primera Ley de Newton. Al segundo día de su travesía, inmersa en el vacío sideral y a merced de las Leyes de la Gravitación Universal, la nave espacial ha reducido su velocidad a 3280 km/h, pero al acercarse al campo de la influencia gravitacional de la Luna esta velocidad empieza a incrementarse gradualmente. Cuando han trascurrido 75 horas del viaje, el motor de módulo de servicio se enciende y ajusta la velocidad de la nave espacial hasta los 5,850 km/h que requiere para entrar en la órbita lunar.

Al completar 13 vueltas al satélite natural de la Tierra, y luego de sumar 100 horas de vuelo, la nave espacial ejecuta la maniobra previa al descenso lunar. El Águila, con Neil Armstrong y Edwin Aldrin a bordo, se desengancha del Columbia y enciende su motor para salir de la órbita lunar e iniciar su descenso sobre el Mar de la Tranquilidad. A punto de agotarse el combustible del módulo de descenso y tras una serie de inéditas peripecias resueltas por las habilidades de los astronautas Armstrong y Aldrin, el artefacto espacial se posa sobre la superficie lunar. Enseguida, en la sala de control de Houston se escucha la voz del propio Armstrong, quien con evidente y contagioso entusiasmo exclama: “El Águila ha alunizado”. Pero esa noticia es sólo el preámbulo del momento histórico que sucede seis horas y media más tarde, cuando Neil Armstrong, al estampar sobre la superficie lunar la primera huella de su bota de astronauta, expresa su memorable frase: “Éste es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”.

La reciente noticia se esparce por todo el mundo y en México, desde Cabo Kennedy, Jacobo Zabludovsky con cierta emotividad informa: “Siendo en México las 8:56 de la noche del 20 de julio de 1969, el primer ser humano ha puesto su pie sobre la superficie lunar. Es sencillamente extraordinario señoras y señores, nos sentimos sumamente emocionados. Está pisando la superficie lunar. Éste ha sido el instante, la fracción de segundo, el relámpago que divide dos épocas como en medio de un abismo”.

Mientras una ligera llovizna humedece la brisa del Océano Pacífico unas pequeñas gotas de lluvia, que caen sobre mi cabeza, siguen revelando las imágenes que persisten en mi memoria. Neil Armstrong festeja, con jubilosos saltos, su caminata lunar. Esa imagen es el recuerdo de una singular experiencia vislumbrada por los inspiradores y visionarios sueños de poetas, escritores, filósofos y científicos. Tal vez, durante su caminata en la desolada superficie selenita, Armstrong percibió la mágica presencia de todos ellos.

Después de poco más de dos horas de paseo lunar y una vez culminadas las tareas asignadas, conforme el programa de la NASA, los astronautas regresan al módulo lunar. En la superficie selenita han dejado varios objetos de manufactura humana, entre ellos una serie de instrumentos científicos, una bandera estadounidense de 100 por 52 cm., un pequeño disco de silicio con los mensajes y saludos de varias naciones del mundo, así como varias medallas e insignias alusivas a astronautas pioneros; rusos y norteamericanos. A cambio de todos estos objetos, los osados astronautas embarcan en el Águila un tesoro de 22 kg. de rocas lunares.

La experiencia ha sido jubilosa y agotadora, así que los exploradores del Mar de la Tranquilidad, atentos a las instrucciones de Houston, inician un merecido descanso, Aldrin se acurruca en el suelo y Armstrong en una especie de hamaca que prepara entre la escotilla y el motor de la nave. Después de una reparadora siesta de casi 5 horas, Armstrong y Aldrin están despabilados y listos para reunirse con Collins, quien los espera en el Columbia. Han transcurrido 13 horas desde su arribo a la Luna y entonces el Águila enciende su único motor de ascenso. Tres horas después alcanza al Columbia y luego, mientras atraviesan la cara oculta de la Luna, las dos naves espaciales se acoplan nuevamente. Cuando Armstrong, Aldrin y Collins, junto con su preciado tesoro de rocas lunares, están a bordo del Columbia, se desprenden del Águila y lo impulsan hacia una órbita lunar lejana.

Es hora de regresar a casa. El viaje de regreso de sesenta horas inicia con la maniobra de inyección transtierra, para ello Collins enciende uno de los motores del Columbia y después de dos minutos y medio la nave alcanza los 8568 km/h que requiere para situarse en una trayectoria de caída inercial hacia la Tierra. Al tercer día de su viaje de retorno, atrapada por el campo gravitatorio terrestre, el Columbia viaja a la vertiginosa velocidad de 40,000 km/h. Sin duda ésa es una extraordinaria velocidad, pero mis pensamientos marchan a la velocidad del instante y por eso me llevan al éxtasis.

Conocedora de mi temperamento, mi amada Susy interrumpe mi abstracción señalándome otra estrella fugaz que centellea entre la profundidad del espacio. La evocación de las imágenes de la Misión Apolo XI queda en suspenso, pero en un santiamén estas imágenes se rebobinan nuevamente en mi memoria y entonces, ante mi deslumbrante imaginación, aparecen tres enormes paracaídas que frenan el amerizaje de la capsula Columbia. Felizmente, el viaje de retorno desde el Mar de la Tranquilidad, distante de la tierra 384,400 kilómetros, ha concluido.

Mientras Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins se mecen en el regazo del Océano Pacífico veo pasar, en el horizonte, el contorno de un extraño y gran navío. Tal vez es la fantasmagórica silueta del Galeón de Manila, ondeando sus velas para enfilarse rumbo a las Filipinas. O quizá, es la brisa nayarita que, con caprichosos, efímeros y mudables trazos, esboza la potente máquina imaginada por Amado Nervo, para sondear el océano del éter y alcanzar los osados ensueños del poeta.

 

 

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