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jueves, 18 abril, 2024
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Margaret Randall o lo que sucede cuando el corazón de una mujer se rompe

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Por: KATHERINE M. HEDEEN • VÍCTOR RODRÍGUEZ NÚÑEZ •

La Gualdra 388 / Poesía / Dossier Margaret Randall

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Por lo común, hay dos tipos de poetas: los que tienen currículo y los que tienen biografía. Basta echar una ojeada al currículo de Margaret Randall para percatarnos de que estamos ante una creadora notable. Desde el inicial Giant of Tears —que data de 1959 y que ilustraron Elaine de Kooning y otros grandes pintores norteamericanos— ha publicado más de 40 poemarios. A ellos se suman decenas de obras de testimonio, ensayo y fotografía, así como traducciones y antologías. En total, más de 100 libros, que han sido traducidos al alemán, bengalí, búlgaro, francés, italiano, japonés, turco y, desde hace más de cinco décadas, al español. Pero esta impresionante relación de obras palidece ante la crónica de su vida.

Nació en Nueva York el 6 de diciembre de 1936 en una familia judía asimilada de clase media alta. Cuando tenía diez años, sus padres, hartos de la vida estéril que llevaban, emprendieron un viaje por el país buscando mejores horizontes. Después de dos meses de recorrido, llegaron a Nuevo México y, fascinados por el paisaje físico y humano, se asentaron en Albuquerque. En esta ciudad —rodeada por el desierto y con una fuerte presencia hispana e indígena— nuestra poeta creció e hizo sus estudios. En 1954, recién graduada de high school, se casó por vez primera. Y emprendió un viaje en moto por el norte de Africa y Europa que tuvo su última estación en Sevilla. Allí permaneció entre 1955 y 1956, siendo desde criada hasta cronista de toros. Pero sobre todo, comenzó a aprender español.

En 1957, ya en Estados Unidos, se divorció —“fue un mal matrimonio, sólo un medio para escapar de casa”— y regresó a Nueva York. En esta ciudad completó su formación, al margen siempre de la academia, y definió su vocación de escritora. También, comenzó a adquirir una conciencia política radical. Escribió sus primeros poemas, que leyó en cafés y que acogieron pequeñas revistas de la época. Fue parte del movimiento de los expresionistas abstractos (pintores en su mayoría) y, además, estuvo junto a los llamados poetas beat (Ginsberg, Corso, entre otros) y de Black Mountain (como Charles Olsen y Joel Oppenheimer). En 1960 nació su primer hijo, Gregory —“fue un embarazo deseado pero ser madre soltera entonces era poco común”.

Un año después, “ya Nueva York no daba para más”, se fue con su hijo a México. Allí conoció a varios poetas —Ernesto Cardenal de Nicaragua, Raquel Jadorowski de Perú, Juan Bañuelos de México, Philip Lamantia de Estados Unidos. En los recitales que compartían “los poetas norteamericanos nos dimos cuenta que los hispanoamericanos no sabían nada de nuestra historia poética ni nosotros de la de ellos”. Para remediar esto fundó en 1962, en México, The Plumed Horn / El corno emplumado —revista bilingüe que, hasta su desaparición en 1969, publicó 32 números de más de 200 páginas cada uno, y más de 20 libros de autores norteamericanos e hispanoamericanos. Fue una aventura compartida, primero, con el poeta mexicano Sergio Mondragón y, al final, con el poeta norteamericano Robert Cohen. En México nacieron sus tres hijas: Sarah (1963), Ximena (1964) y Ana (1969).

El corno… fue víctima de la represión del gobierno mexicano contra el movimiento estudiantil de la época, y Margaret tuvo que vivir clandestina e incluso salir ilegalmente del país. Después de un viaje en que le dio la vuelta a medio mundo, en el otoño de 1969 llegó a La Habana, donde le esperaban sus cuatro hijos. Allí vivió hasta 1980. Durante esos 11 años, trabajó en el Instituto Cubano del Libro, fue jurado del Premio Casa de las Américas, escribió para publicaciones culturales. También viajó —con papeles cubanos, pues Estados Unidos y México se los negaban— a Chile (1972), Perú (fines de 1973 y principios de 1974) y Vietnam (1974, seis meses antes del fin de la guerra). Pero los últimos años en Cuba no resultaron fáciles —“nunca pude saber por qué no me permitían trabajar y al mismo tiempo me pagaban un salario”.

A finales de 1979 viajó a Nicaragua donde, habiendo recibido el pasaporte mexicano, se estableció un año después. Fueron tiempos “intensos e interesantes, de mucha participación”. Pero a mediados de 1983, después de haber vivido casi un cuarto de siglo en América Latina, comenzó “a sentir la necesidad de volver a casa”. El regreso a Estados Unidos se concretó en 1984. Tenía un año de visa y, cuando pidió la residencia con vistas a recobrar la ciudadanía, se la negaron. En octubre de 1985, el gobierno norteamericano ordenó su deportación; y ella, como era de esperarse, decidió luchar. El primer juicio fue en marzo de 1986 y el último y victorioso, después de haber perdido todas las instancias anteriores, en agosto de 1989.

Sin dudas, estamos ante una mujer realmente incansable y, por lo tanto, invencible. Ella ha sabido criar cuatro hijos —que ya le han dado diez nietos y dos bisnietos— y realizar un intenso activismo revolucionario, sin dejar un instante de escribir. En la actualidad, a la par de su trabajo creativo, dicta seminarios universitarios, da conferencias y recitales, colabora con revistas y periódicos. Vive en Albuquerque con su compañera, la pintora Barbara Byers —“hice una terapia que me ayudó a descubrir una experiencia de incesto en mi niñez, y una vez que comencé a comprender mi identidad sexual pude reconocer y aceptar mi condición de lesbiana”.

Ella ha insistido en que la creación poética, que “lo abarca todo”, no es más que “experiencia pura, la vida en toda su plenitud”. Algo además de vida o muerte, “siempre y fundamentalmente un riesgo, jamás un hilo de palabras que describen algo”. Cree además que “todos nacemos poetas” y que las sociedades en que vivimos matan esa creatividad. “Como poeta, como amante, como madre, como educadora y ser político, lucho siempre para que esto no sea así…”.

En esta lucha contra la deshumanización que define, a su juicio, la práctica poética contemporánea, la recuperación de la memoria es fundamental. Y la suya está cargada y pariendo constantemente, desde cuadros de infancia hasta instantáneas de familia. Pero con celo crítico, pues en su combate cotidiano contra el olvido no incurre en idealizaciones. Y ese rastrear en la memoria no tiene otro objeto que la búsqueda de una identidad. En su caso, ésta se da en los órdenes político (antimperialismo y opción por un socialismo democrático y respetuoso de los derechos humanos), nacional (norteamericana sin complejo de culpa y solidaria), genérico (mujer conciente de sí y que no se queda con los brazos cruzados), étnico (judía no de credo y que rechaza el sionismo) y sexual (lesbiana en pleno disfrute de su cuerpo).

Pero para Margaret junto a la recuperación de su propia condición humana están las experiencias de otras muchas personas. Su yo poético sólo alcanza su definición en relación con el otro, de quien en última instancia ha recibido su propia voz. Así es cómo, además de entregarnos una obra personalísima, contribuye a nuestra emancipación. En particular, ella reivindica el derecho de las mujeres a expresarse. Por eso define sus poemas como “vehículos de las voces de otros; sobre todo, de las voces de mujeres que, por múltiples razones, no se hubieran escuchado de otra manera”. Estos poemas cruzados de otras voces son, en su opinión, los de “una poeta comprometida. Nunca he huido del término, del cual me siento orgullosa. Estoy comprometida con la vida, con mi condición de mujer y de ser humano, y por eso estoy comprometida con la poesía”.

 

 

 

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