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jueves, 25 abril, 2024
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La instrucción de las primeras letras y su secularización

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Por: LEONEL CONTRERAS BETANCOURT •

En anteriores colaboraciones ya hemos asentado que en los siglos 18 y 19 en nuestros lares, el término ilustración era sinónimo de instrucción. Así como el de jóvenes equivalía al de niños. La ilustración en estas centurias camino de la mano de la secularización. Una preocupación de los monarcas españoles fue siempre la de velar porque en los dominios del imperio se instruyera desde las primeras letras a sus súbditos. Ese celo, por lo menos en la buena intención, por la instrucción de los gobernados a lo largo del periodo colonial, nunca se abandonó. Con el ascenso al trono de los Borbones, como parte de sus políticas centralizadoras, junto al influjo de las ideas ilustradas se le dio más importancia a la educación popular. Esto sucedió también debido la necesidad de modernizarse para salir del rezago que España tenía frente a otras naciones e imperios. El interés de la corona por fomentar la educación no decayó ni siquiera durante el movimiento independentista. De lo anterior resulta evidente la política aplicada por la dinastía de Carlos III, Carlos IV y su descendiente Fernando VII. Éste, quien fuera el último monarca anterior a la consumación de la independencia de México, en una real cédula del 14 de noviembre de 1816, instruía al virrey de la Nueva España para que no descuidara la fundación de escuelas, tras considerar que: “Siendo la educación uno de los principales ramos de la felicidad del Estado, se han tomado en todos tiempos según las circunstancias, las providencias que han parecido oportunas a fomentar el establecimiento de escuelas de primeras letras y la concurrencia de los niños a ellas. Con este objeto, por las leyes y ordenanzas de indias y por diferentes reales cédulas expedidas para su ejecución especialmente en veinte y ocho de enero de mil setecientos setenta y ocho, cinco de noviembre de mil setecientos ochenta y dos y siete de junio de mil ochocientos quince; está mandado que se proceda a la creación de dichas escuelas en los pueblos de indios donde no las hubiere. Que se persuada a los padres de familia de la utilidad de enviar sus hijos a la enseñanza. Que se dote a los maestros por los medios que se prescriben. Que los presidentes y audiencias cuiden la elección de maestros hábiles y asignación de dotaciones a proporción de los pueblos, su vecindario y circunstancias. Que los prelados eclesiásticos concurran a este objeto por sí y por medio de los curas párrocos con insinuaciones afectuosas a sus feligreses y finalmente; que en los pueblos donde hubiese comunidad religiosa, procuren los mismos prelados reducir a sus individuos a que se encarguen de la enseñanza persuadiéndoles del gran servicio que harán a la religión y al Estado”1.

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La cita anterior, con todo y lo extenso no admite desperdicio. Su contenido plasma aspectos importantes y actores de la política educativa del periodo colonial tardío. Esta Real cédula, el soberano español se vio obligado a ordenarla en virtud de que por información de los diputados a las Cortes se enteró que había muchos lugares de las provincias americanas que seguían sin escuela, lo que redundaba en “perjuicio de la civilización de los indios”. Su ignorancia era causa de incumplimiento de sus deberes para con Dios, su soberano, y sus semejantes. Como en anteriores ocasiones, para poner remedio a los reclamos de los representantes populares, el monarca recordaba al Virrey novohispano, tras consultar al Consejo de Indias, que previo informe, dispusiera “el establecimiento y erección de escuelas de primeras letras en todos los pueblos en los que se consideren necesarias y convenientes para civilización de los indios y arbitrios que se designan en las expresadas reales cédulas y en su defecto por otro que estiméis más oportuno y menos gravosos, con voto consultivo de mi Real Audiencia, dando cuenta a dicho mi Supremo Consejo para su aprobación, sin perjuicio de llevarlo a efecto. Que así es mi voluntad. Fecha en Palacio_ a catorce_ de Noviembre de mil ochocientos diez y seis. Yo el Rey”2.

Conociendo las citas de estos documentos, nos podemos formar una idea de las líneas generales, muy pragmáticas, por cierto, de la política educativa que rigió en el imperio español. Por principio de cuentas, la enseñanza y educación cuasi obligatoria de los súbditos debería hacerse extensiva a todos, incluidos los indios que en teoría, tenían los mismos derechos que los blancos, fuesen peninsulares o criollos. La instrucción era una cuestión de Estado. De ello dan cuenta la innumerable cantidad de instrucciones y reales cédulas que sobre la materia se giraron. Teniendo conocimiento de los pueblos o villas en donde se requería fundar una escuela, se ordenaba a las autoridades para que procedieran a establecerla. Una de las primeras acciones que deberían emprenderse era la labor de persuasión o convencimiento por parte de los curas seculares encargados de parroquias, a fin de sensibilizar y convencer a los feligreses bajo su cargo, haciéndoles ver la conveniencia de enviar a sus hijos a la escuela.

Como un claro síntoma de la secularización de la enseñanza elemental, era medular la participación de los sacerdotes del lugar, pues no sólo había necesidad de enseñar el alfabeto sino también la religión cristiana, y quien más indicado para esto último que los curas de las parroquias. Acordada la apertura de una escuela, se procedía a seleccionar por medio de un concurso de oposición a los maestros, también conocidos con el nombre de preceptores. Estos deberían ser los más idóneos y hábiles, dotándolos de un salario anual que se les pagaba en cuatro partes conocidas como “tercios” (cuatrimestralmente) y de una ración alimenticia semanaria según la capacidad económica de los vecinos. Los cabildos de las villas o ayuntamientos estarían obligados al mantenimiento material del inmueble y a su arreglo, esto es, a dotarla de mobiliario, contando para ello con las cuotas y cooperaciones voluntarias de los padres de familia. Para el caso de los pueblos en que residiera alguna orden religiosa, se le encomendaba hacerse cargo de la enseñanza de los niños y jóvenes.

Con la expulsión de los regulares de la Compañía en el año de 1767, además de la inconformidad que generó entre los sectores sociales beneficiados con su labor catequística y pedagógica, sobrevino una crisis de la educación. Oficialmente las cátedras y escuelas jesuitas quedaron suprimidas por la orden del monarca Carlos III plasmada en la cédula del 12 de agosto de 1768. Para llenar el vacío que los jesuitas habían dejado, como parte de la política del monarca ilustrado español, la enseñanza elemental tiende a generalizarse mediante el incremento de escuelas de primeras letras en los dominios del imperio. Es propiamente aquí en este periodo cuando ocurre el desplante de la modernización de la enseñanza. La instrucción habrá de extenderse a los sectores populares que antes carecían de ella. La enseñanza pública comienza a ganar espacios que antes habían sido ocupados por las escuelas dependientes de las órdenes religiosas. Encontramos como es aquí cuando el proceso de secularización de la enseñanza cobra un impulso hasta entonces nunca visto.

El equivalente de las actuales escuelas primarias públicas o elementales, fueron las escuelas de primeras letras. A sus maestros se les conocía como “del nobilísimo arte de leer y escribir”. Este tipo de escuelas fundadas algunas de ellas por las órdenes religiosas y el clero secular con sus escuelas parroquiales, en las últimas décadas del siglo de las luces cobran una gran importancia, se multiplican a raíz de la política aplicada por los Borbones casi al finalizar el siglo 18. ■

Referencias documentales:
1 AGN. Gpo. Doc. Reales cédulas originales, “Instrucción para el establecimiento de escuelas de primeras letras en todos los pueblos donde sean necesarias”, Vol. 214. Exp. 186, 2 folios, 14 de noviembre de 1786.
2 Ibid, folio 2 y 2 v.

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