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sábado, 20 abril, 2024
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Devenires en la poesía de Javier Acosta

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Por: Armando Salgado •

La Gualdra 369 / Entrevistas / Poesía

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Javier Acosta (Estancia de Ánimas, Zacatecas, 1967). Cursó la licenciatura de Derecho y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas en la UAZ. Realizó estudios de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctoró con la tesis Schopenhauer, Nietzsche, Borges y el eterno retorno. Es profesor de Hermenéutica y Literatura en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Regla de tres (Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2007); Largo viaje al presente, Mantis, 2007; Libro del abandono, Editorial Era, 2010 (Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2010); Manual del extravío, Mantis, 2014; 19 poemas al oído del perro (2015) Universidad Autónoma de Aguascalientes y La carne de gallina, Universidad Autónoma de Querétaro, 2016. Es miembro artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Javier Acosta reúne en su poesía elementos complejos y vitales, de manera que los transforma en un flujo lúdico de ideas que nos remiten a nuestras propias circunstancias, y a la vez, a la periferia existencial de este mundo que no deja de transformarse. Su pensamiento filosófico busca hilvanar fronteras entre esas complejidades y lo cotidiano. La presencia de distintos elementos que lo configuran en su hacer como escritor, hacen de su literatura un pozo interesante del que uno no puede regresar siendo el mismo.

Armando Salgado: El flujo del tiempo, el aprendizaje continuo y la reinterpretación del mundo nos hace personas que cambian de forma constante. Como filósofo y poeta, ¿qué representan para ti esos cambios incesantes?, ¿esta condición permea tu ojo poético?

Javier Acosta: Creo que el arte asume la tarea de generar nuevas visiones del mundo y nuevos modos de vida. Cierta poesía y cierta filosofía tienen esta disposición; pero frecuentemente no es así, en ocasiones sólo se trata de elegante palabrería. Cuando son experiencias vivas, la lectura y la escritura te hacen devenir otro; son como fuerzas de la naturaleza, ventarrones que arrancan los techos de las casas, o derrumban ciudades enteras. Obligan a mudarse de casa o a levantar una ciudad desde cero. Una ciudad o una vida. Alguien decía que toda creación vence una resistencia; si es así, la primera resistencia viene de uno mismo. La literatura es catastrófica para una subjetividad estática.

AS: ¿Cómo organizas tus procesos de escritura?, ¿qué elementos se deben considerar para desarrollar distintos géneros literarios?, ¿qué experiencias has consolidado a partir de la traducción de otras obras?

JA: No soy muy organizado; pero ya que no puedo vencerlo, me ayudo del desorden que se va generando con el día a día. Escribo a mano, luego lo paso en la computadora. Intento evitarlo, pero en la misma libreta hago anotaciones académicas, apunto observaciones cotidianas y ocurrencias propias o ajenas. El revoltijo genera afinidades no sospechadas; pero evidentes cuando se vuelve a ellas luego de algún tiempo —a veces basta con un par días—. En vacaciones paso la materia bruta al archivo en la computadora, aparece entonces el trabajo de reorganización y de corrección; ahí afloran los libros, generando más caos y más escritura. A veces encuentran salida editorial, pero no todo es afín a la imprenta. Sobre la traducción puedo decir que implica la misma dificultad y goce que la escritura de un poema propio; con el difícil y gozoso añadido de tener que atravesar la garita idiomática. Como profesor, imparto clases de Hermenéutica, la traducción es un ejercicio muy útil para ejemplificar los aspectos prácticos de la interpretación literaria.

AS: El pasado es una hoguera que nunca se extingue. ¿En qué momento comenzaste a escribir poesía?, ¿qué prefieres leer?, ¿cómo eliges lo que lees frente múltiples obras contemporáneas y clásicas?

JA: Comencé a escribir al mismo tiempo que me comenzaron a salir espinillas. Estaba servido el coctel: un puñado de poemas memorizados por capricho paterno, una pizca de desesperación amorosa y una congénita predilección por el aislamiento. Quieras o no, la lectura y escritura te alejan —del mundo y/o de ti—. En mi caso, la escritura sirve de pretexto para evitar socializar. En cuanto a mis preferencias como lector, encuentro que leo pocas novelas, pero luego, cuando encuentro una buena, no me la acabo. Casi siempre estoy leyendo poesía o ensayo. La elección de lecturas es simple, un libro te lleva a otros. Un libro te lleva a la biblioteca. Borges decía eso, que no existe el libro, sino la biblioteca. También concibió el Libro de Arena, que los contiene a todos. Yo empecé a leer cómics. El primero que me atrapó fue Kalimán. Es fácil. Con el tiempo Kalimán te lleva al Siddhartha de Hesse, espérate poquito y Hesse te lleva a los Vedas, los Vedas a Roberto Calasso, Calasso a Homero, Homero a Borges y Borges a la Biblioteca. Para cualquier lector la cadena es infinita.

AS: Los materiales en tu obra reconstituyen un continuo desprendimiento del lenguaje y algunas veces se circunscriben en visibilizar desde algún elemento natural, tus influencias, así como la profundidad filosófica que te rodea. ¿Tu poemario La carne de gallina, va por alguno de estos canales?

JA: Supongo que sí, salvo porque no encuentro la preeminencia de algún elemento natural, salvo por el pellejo y por las plumas. Al mismo tiempo que escribía el libro redactaba un ensayo sobre la experiencia poética, combinando ideas de poetas y fenomenólogos. Hay contaminación entre ambos escritos. A propósito del desprendimiento del lenguaje que mencionas, el poemario evoca situaciones en que experimentamos el desajuste entre las palabras y ciertos pasajes de la existencia. Contiene varios textos autobiográficos en que irrumpe esta asimetría, que a veces pone la carne de gallina. La idea es deslizada por Robert Graves en La Diosa Blanca, un libro-biblioteca que leí en los tiempos en que me determinaba a emprender este camino.

AS: Alguna vez mencionaste que “la sensación de entrar en el poema es siempre la sensación de abandonar el mundo superficial de la razón suficiente, del pensamiento y la vida regida por la causa y el efecto; por ello se trata de la experiencia del desenlazarse, es decir, del liberarse”. Lo anterior, ¿aún es vigente?

JA: Creo que esa cita es de cuando acababa de terminar mi tesis de doctorado. Parece una respuesta que daría ante un inquisitivo sinodal. Ahora lo diría con una imagen. Es como cuando se deja caer una piedra en un pozo, para saber qué tan profundo es. El lector es el pozo, el poema es la piedra, la oreja es la vida. Puedes cambiar la palabra lector por escritor, la ecuación queda intacta.

AS: ¿Qué obsesiones tiene Javier Acosta?, ¿qué no ha hecho y desea hacer?, ¿cómo carga su cotidianidad entre la cantera zacatecana y el mundo que lo rodea?

JA: Mencionaré dos obsesiones, de las confesables. Una es mejorar mi nivel en el Fifa, un juego para Xbox. La otra es aprender a cocinar; el gran poeta Charles Simic asegura que es la vía más rápida a la felicidad, no se equivoca. Respecto de las tareas pendientes, tengo una que se conecta con mi infancia. En la primaria y en la secundaria me metí en algunos líos por dibujar en lugar de tomar apuntes, lo sigo haciendo. Algún día quizá pueda hacer un librito de dibujos y poemas. Respecto de la relación entre mi ciudad y el mundo, diría que luego de la irrupción del internet se dislocó la antigua separación entre las metrópolis y eso que algunos insisten en llamar “provincia”. Los efectos no sólo son positivos, lo sé. Los que vivimos el cambio de época podemos contrastarlo. Sin embargo, el flujo de información en red nos permite estar más al tanto de la tradición y de las tensiones contemporáneas de la literatura; el sentido crítico debe encargarse del resto. Por otro lado, mi ciudad me parece pequeña e inabarcable, como el mundo, como la Biblioteca Central de la UAZ en que hago mis asesorías, como una tanda de penaltis, como un lunar que busca su lugar en el pecho, como el punto en la i, como un haiku.

Niño que mira a su abuela dormida

Para Dominga

Perdió todos los dientes a los treinta.

Su marido la dejó pronto, con tres hijos muertos

y un viejo ramo de flores, cagado por mil moscas.

Vivía en un cuartito alumbrado por velas de cebo.

Decía que Dios había inventado la noche

para que a esa hora el hambre nos dejara en paz,

que el sueño era un océano de caldo de gallina.

Me decía todo eso antes de ir a dormir. Yo la veía soñar

y ya en la oscuridad se transformaba

en una hermosa bruja de cabello suelto

y fluorescentes canas. Todavía hoy

cuando ya casi tengo la edad de su primer hijo

viene hacia mí en una escoba nueva

y rebota la pobre contra el sucio cristal de la vigilia.

Madre mía del silencio, condúceme otra vez

al nutritivo cielo de tu casa, quiero

verte dormir la noche entera, quiero

buscar todos tus dientes

en el oscurecido mar que hay bajo tu almohada.

De La carne de gallina, (Universidad Autónoma de Querétaro, 2016).

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