20.8 C
Zacatecas
lunes, 18 marzo, 2024
spot_img

Hombres trabajando

Más Leídas

- Publicidad -

Por: Magdalena Okhuysen •

La Gualdra 368 / Río de palabras

- Publicidad -

 

 

Horacio aceleró y consumió la vía en segundos. “Nadie en el mundo ha recorrido más rápido esta vía que atravieso a paso turbo”, pensó, orgulloso de su casi nave espacial, pero tuvo que detenerse bruscamente en la cebra para ceder el paso… ¡a un solo peatón! “Oh, sí, muy civilizada la gente; esperan la señal para cruzar la calle y lo hacen en la forma indicada, por la ruta indicada. El trazo de estas ‘cebras’ señala con su intermitencia los rasgos absurdos del ‘acuerdo social’. ¡A pudrirse todo!”.

Se mantenía detenido; impaciente… La señal del semáforo le imponía un alto que empezaba a sentir casi eterno, cuando notó que el espejo lateral de su costado derecho dejaba aparecer la proyección de una bicicleta, un centauro posmoderno… que parecía desfilar en las fronteras del tiempo, deslizándose con candor casi azul, casi ofensivo.

Hacía días, meses ya, años tal vez, que Horacio sentía en desorden sus pensamientos, como si casi pudiera verlos girar; le parecía su cabeza un trompo al que le falta el clavito, ese eje del equilibrio. Sin la cadencia y sensatez que tanto apreciaba en el impulso que daba vida a sus ideas, pensó abruptamente: Alea iacta est; y en la sensación de este súbito poder que el odio que sentía en ese instante por la especie humana le entregaba como una venda para sus ojos manchados de hastío, con la absurda confianza que le daba el proferir La suerte está echada en otra lengua, la lengua de ese otro Horacio de los siglos pasados y los siglos por venir, imaginó la caída de aquel ciclista desenfadado, saboreó su estrépito, y lo vio caer como se figuraba que podría caer una deidad que atraviesa el aire, lanzada al abismo por su grosera arrogancia, desgarrándose en su desplome desde más allá del cielo.

Cambió por fin la luz del rojo al verde. Horacio reaccionó con furia y pisó el acelerador a fondo; al instante lamentó el rechinido violento y torpe de las llantas.

Se detuvo con la misma impaciencia. “¡Vaya! Qué mérito agregar un nuevo trazo a las líneas de esta cebra, como si fuera adecuado que yo… ¡¡¡que YO!!! Acentúe las paradojas de la civilización y el buen salvaje”. El ciclista pasó a un lado y dio vuelta a la cuadra. Parecía no haberse inmutado; transitaba por la ciudad con parsimonia, como si, recorriendo un reino propio, fuera reconociéndolo y aprobándolo en silencio. Y él, Horacio, sí, él, desde la ventana de su auto se asomaba a un inmenso territorio que de pronto desconocía, como atrapado por esa pausa súbita. Después de segundos incalculables, imaginó su propio aspecto incrédulo y se sintió hirviendo tras un sonrojo ridículo que crecía hasta irritarlo. El auto de atrás empezó a tocar el claxon. “¡Maldición!”, se dijo Horacio cuando descubrió que se había quedado absorto, arrebatado por el desconcierto.

Aceleró de nuevo; trató de hacerlo con suavidad y dio la vuelta para alcanzar al ciclista. Allá iba, entregado al viento casi dócilmente y, sin embargo, firme, como la vela de un barco que se desliza sin pensar en nada. Horacio quiso sentirse liberado de las preocupaciones del negocio, volver a sentir la vida como algo realmente suyo, como cuando alguna vez había estado en su casa, con su mujer, con todo su mundo en calma. Alcanzó al hombre de la bicicleta, pasó a su lado y, con la gracia suave de las puertas corredizas, lo dejó atrás. Pero en la esquina volvió a detenerlo el semáforo.

“Qué fastidiosa carrera de obstáculos; qué gran maldición para la vida son estos aparatos…”. Como un remolino parloteaba y destacaba estas ideas; sentía el enredo pastoso de su incontrolable ansiedad, la dificultad para pensar con claridad, la imposibilidad de dejar de pensar… de pronto se sentía derrotado… “pero ¡no! ¡¡No!!”. Se recuperó considerando que a unas ocho cuadras estaba la columna ésa que tanto odiaba ver aparecer todos los días camino al trabajo. Y pensar que se había estrellado ahí el tranvía no hacía mucho y que todavía no removían los cables que habían quedado a un lado de “la gran columna de Trajano”. Se escuchaba; disfrutaba la amargura de esa curiosa sensación que le mezclaban su orgullo y su sarcasmo fulminante. Desde el día del accidente del tranvía le había parecido que esos cables eran materia prima desperdiciada que podía ser útil para tantas cosas:

“Energía, poder pasivo al alcance de mis manos, como un regalo del destino. Y mira, hoy viene el destino muy a cuento”.

La avenida estaba completamente despejada esa mañana de domingo. “Ni el Bóreas más benévolo podrá hacer que la nave Argos de este imbécil llegue a la columna antes que yo; nada podrá librar al centauro de su suerte”. Se hundió en el asiento, halagado por la fuerza extraña de este deseo y la respuesta del motor turbo de su Alfa Romeo. Aceleró con confianza y se internó en la soledad de la vía rápida; avanzó sin interrupciones dos, tres, cuatro cuadras. “Quién podría alcanzarme ahora; te espera, centauro, tu cita con el destino…”. Por el retrovisor alcanzó a ver un puntito: el ciclista del aire daba la vuelta en una esquina lejana. “Pero… ¡¿cómo?!”.

Todo él giró, al compás de sus pensamientos en desorden, para comprobar que en efecto desde hacía mucho el hombre y su bicicleta se habían apartado de la ruta que se había trazado tan afanosamente… Como un trompo al que le sobran cuatro ruedas atravesó en uno y dos vuelcos más la calle, lanzando chispazos que se alzaban alrededor y ardían como ventisca de desierto. Le dolió sobre todo la mirada atónita de los “Hombres trabajando” en la remoción de los cables que habían quedado alrededor de la columna de Trajano y el hallazgo tardío de la señal urbana que le pedía cortésmente, derrumbada junto a él: “Disculpe las molestias que esto le ocasiona”.

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -spot_img
- Publicidad -spot_img