¿Cómo amanecían los primeros días de 1919 en la Zacatecas que intentaba reconstruir la vida ordinaria? ¿Qué legitimidad tenía la prensa, la iglesia, la autoridad civil, los gremios obreros y campesinos, las organizaciones de estudiantes, profesores, las uniones fraternas de inquilinos, de artistas y de cuanta organización humana que querían interpretar lo que vivian?
¿Cómo era la vida en los mercados, las escuelas, los barrios populares, las fiestas religiosas, la oferta del empleo, los desabastos de alimentosa y medicinas?
He ahí el gran dilema a explicar, dilucidar, cotejar y nunca olvidar.
Siempre ha existido ese temor por la guerra.
Si el poder armado de los villistas y su división del norte, si la estrategia militar de Felipe Ángeles, si los dispositivos de los mandos huertistas en su defensa federal del territorio, si los estragos destructivos de la ciudad y sus alrededores y en medio rural nos dieron siempre la cara de la misma moneda al aceptar con pena que eran necesarias las defensas y los aquelarres de las brujas del destino.
Intervenciones extranjeras, guerra de guerrillas, bandolerismo a gran escala, la batalla por la independencia efectiva, los ejércitos cautivos de Jesús González Ortega que admiraban el arrojo y la oratoria de su líder carismático, la guerra de reforma que puso a los inconformes a la retaguardia a vencer o morir, la hecatombe de la revolución mexicana, el asedio de la guerra cristera y sus mártires y un sinfín de dolores que al pueblo le dieron en el mismísimo sentir.
Hoy tenemos otra especie de guerra desenfrenada. Debemos explicarla. ■