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martes, 19 marzo, 2024
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El arriba y el abajo (I)

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

En su columna de Milenio, fechada el 27/10/2016, Héctor Aguilar Camín mencionó las “falsificaciones groseras de la historia” que impiden explicar lo acontecido a los ciudadanos, y ahí emprende la labor de aducir los hechos correctos respecto de lo sucedido en la Plaza de las Tres Culturas en la tarde del 2 de octubre de 1968. Sostiene que no hubo centenares de muertos como denunció TheGuardian, reiteró mal Octavio Paz en “Postdata” (el reportero del diario inglés dijo que 267 y Paz 325, Proceso #2187) y vocean en incendiarios discursos por todo México los “indignados” profesionales por la masacre. Menciona el número de 38 que obtiene del monumento levantado por líderes y familiares de los caídos e insinuó el mismo Díaz Ordaz (La Jornada, 16/10/18) , así que, según él, no es ni“matanza” ni “masacre”. Años después, en la misma columna (pero de fecha 2/10/2018) insiste en su labor pedagógica al volver sobre la cuestión del número de muertos para, con el apoyo de las investigaciones de Susana Zavala, arrojar la cifra de 78 muertos (44 en Tlatelolco y el resto en diversas escaramuzas antes y después del 2 de octubre) y 1638 agraviados. Un incremento de 40 fallecidos en dos años. ¿Todavía no es una masacre?, ¿Cuál es el número de muertos que exige el uso de la palabra “masacre”? No lo sabemos, cualquier número será arbitrarioporque los documentos probatorios fueron manipulados (Proceso, 30/09/2018). Sin embargo, el amor por las cifras no claudica y tanto Claudio Lomnitz (Nexos, Octubre 2018) como Jorge Volpi (Revista de la Universidad de México, nueva época, 841) indican que las víctimas de la “guerra contra el narco” son superiores, por mucho, a cualquier número de muertos habido en Tlatelolco, así que con esto se cancela la discusión sobre el número de muertos: en comparación con las masacres contemporáneas siempre será pequeño. Ahora la discusión acerca del 68 gravitará sobre la relación del Estado mexicano con la historia y las posibilidades de transformación social. Lo sucedido en Ayotzinapa le sirve a Volpi para apuntalar su idea de la reedición del autoritarismo de Díaz Ordaz en la forma de un contubernio entre criminales y fuerzas de seguridad en los tres niveles de gobierno, pero ve dos esperanzas: la primera es que López Obrador implemente una nueva política de seguridad, la otra que los jóvenes impulsen, de manera pacífica, una democracia real “…que se parezca un poco a la democracia que empezamos a soñar hace cincuenta años”. Lomnitz cree, por otro lado, que el 68 ya dio de sí (La Jornada, 3/10/18) porque como modelo para pensar las relaciones entre la sociedad mexicana y su Estado es inútil. Prefiere indicar las diferencias que hay entre el “Estado” que asesinó a los estudiantes de Ayotzinapa y el que mató a los de Tlatelolco. El primero no es monolítico, sino fragmentario y débil, surcado por infinidad de contradicciones e intereses que actúan con independencia de cualquier centro. Sí, el Estado eliminó a los estudiantes de Ayotzinapa, pero no fue una orden directa de Peña Nieto. En cambio, el Estado dirigido por Díaz Ordaz sí era monolítico, capaz de dominarlo todo; fue el presidente el que ordenó y asumió la responsabilidad de los sucesos en la Plaza de las Tres Culturas. Para Volpi el Estado que nos gobierna es autoritario y corrupto, para Lomnitz es democrático y débil, el nexo que los une es la estrategia necesaria para garantizar la supervivencia de un sistema político que, para no asumir sus errores, se reinventa a sí mismo. Así que la masacre del 68 fue la perturbación sobre el sistema autoritario priísta que aceleró su transformación, arrastrando consigo a la sociedad que permanecía, primero, expectante de las reformas políticas y después fervorosa ante la aparición de un nuevo caudillo. Carlos Ramírez (Siempre! 30/9/2018) cree que esto es asimilable a un “sistema autopoiético”, Domínguez Michael (El Universal, 08/06/2018) prefiere indicar que la reinvención del priismo fue la confluencia de corrientes autoritarias (el nacionalismo revolucionario), y democráticas (el PAN, Heberto Castillo y los comunistas) en un maridaje próximo a caducar porque, a menos que las realidad decida refutarnos, arribó a la presidencia de la república un nacionalista revolucionario por la vía de la democracia, con lo que el ciclo se cierra: los tecnócratas están fuera del poder presidencial y la democracia se sustituirá por “la razón plebiscitaría” y la “dictadura de las consultas”. Ahora bien, si en 1968 el sistema autoritario priísta fue deslegitimado por sus actos en Tlatelolco, al grado que la corriente nacionalista revolucionaria tuvo que ceder el poder a los tecnócratas (porque en 1982 el problema que estalló fue económico,) y hoy el supuesto fracaso económico de México y su crisis de inseguridad los derrotan (porque el problema es político, o casi: la corrupción), con lo que se instala en la presidencia un nacionalista revolucionario al que la democracia ya le resulta inútil, podemos esperar que la herencia de los estudiantes del 68 se manifieste con la aparición de formas nuevas de resistencia y rebeldía como parte de la “no linealidad” histórica (véase “Mil años de historia no lineal”, de Manuel De Landa).

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