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jueves, 28 marzo, 2024
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El latido de la ciudad

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Por: CARLOS FLORES* •

La Gualdra 353 / Opinión / Ciudad

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Cuatro décadas es un lapso considerable para ver cómo cambian las cosas. De mis años de niño hay algunas cosas que desvanecieron y que nunca regresarán. Una de ellas es la tienda de revistas usadas que estaba sobre la calle Morelos, un pequeño local atendido por un hombre que -no sé por qué- me recordaba a un personaje que anunciaba un famoso detergente que hacía chaca-chaca. A ese lugar llegué porque a mi madre, que aún no conocía los placeres de las grandes novelas, le gustaba leer publicaciones como “El libro semanal”, “Novela sentimental”, “El libro vaquero” o “El libro policiaco”. Por aquellos entonces yo estaba en primero de secundaria, así que como ya sabía leer me los chutaba también.

            Con un poco más de conciencia descubrí que había otro tipo de publicaciones: “Hermelinda Linda” y “Las andanzas de Aniceto”. Me llamaban mucho la atención esas portadas tan grotescas, así que convencí a mi madre que me comprara un par de revistas, quien no sin cara de sorpresa accedió, tras mi berrinche, por lo que al llegar a casa me sumergí en ese mundo bizarro y brujil que trazaba quien posteriormente crearía “karmatron y los transformables”, Óscar García Loyo. Descubrí también, gracias a la editorial Novaro, las historietas de Disney, Batman, Superman y, el mejor, el Sorprendente Hombre Araña.

            Existía también “La Quemazón”, un supermercado al estilo Wal-Mart donde vendían discos de acetato y los muñecos de “El regreso del Jedi”, el jamón de los lonches, ropa y demás menesteres para la vida cotidiana. Recuerdo también “Provisiones Hernández”, donde vendían los ultramarinos como latas y conservas, “Publicaciones Hernández” en la avenida Hidalgo, frente a la “Canada”, tienda de zapatos; “Pepepan”, expendio de pescado congelado y unos quioscos que vendían libros de la SEP muy interesantes, recuerdo uno frente a la escuela de ingeniería.

            Ir a Guadalupe resultaba toda una travesía, por un camino que se fue transformando poco a poco en una zona urbana. Se me hacía un viaje eterno. Algunas calles eran de doble sentido, como la Hidalgo, y los autobuses ruta cinco se detenían a subir gente en el Portal de Rosales. El Teatro Calderón estaba abandonado y se podía entrar sin problema. San Agustín era una vecindad, al igual que el hotel Mesón de Jobito, y se podía transitar en auto por la Plazuela Miguel Auza, donde, cuenta la leyenda, había un árbol único en su especie que el Ayuntamiento cortó por su afán de crear espacios culturales luego de que se ideó el Festival Cultural para atraer el turismo a esta desolada ciudad.

            Existía gente de rancio abolengo y un marcado clasicismo por parte de los que tenían más, quienes se sentían grandes señores novohispanos y hacían menos a los desposeídos. Incluso en una escuela pública como la prepa II, existían grupos de jóvenes que formaban el Olimpo de los “adinerados”, quienes veían con despreció a los de a pie.

            La ciudad ha cambiado, no me puedo quejar, los años maravillosos quedaron atrás, y dejaron, en cambio, una ciudad con un pulsar distinto, con más cultura, menos prejuicios, y un avance tecnológico que se ha incrustado de una manera extraña en las calles de trazado colonial.

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