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viernes, 29 marzo, 2024
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Antes del primero de julio

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Por: Carlos Eduardo Torres Muñoz •

Es quizá por nuestro pasado, lejano y cercano, que hemos aprendido a fincar demasiadas esperanzas en la figura Presidencial, cúspide de nuestro sistema político, aún cuando en los últimos cuarenta años hemos venido transformando dicho sistema a razón de, justamente, restarle margen de decisión,maniobra y control a quién encabece el Poder Ejecutivo Federal (e igual en los Estados, en donde arrancó la transición democrática).
Este domingo, además, acudimos al más importante y trascendente proceso electoral de nuestra historia, aún antes de cualquiera que sea su resultado: como nunca elegiremos representantes y autoridades de los tres niveles de gobierno en el que se organiza nuestro Estado Federal, y como nunca, existen condiciones para que por primera vez en la historia una opción, formalmente de izquierda, resulte triunfadora… en casi todos los escenarios.
A diferencia de muchos compañeros de filiación ideológica yo sí creo que es justificable e incluso deseable que la ciudadanía vote con el ánimo de desencanto, hartazgo y malestar social que es innegable, lo creo por el simple hecho de que es la más clásica y rotunda vía de rendición de cuentas en toda democracia que se precie de serlo. Coincido sí, en que estas condiciones son sumamente peligrosas para el propio sistema y que alimentar esperanzas de una transformación social histórica, en momentos tan complejos de la vida pública e incluso del ámbito internacional, es una irresponsabilidad que podría profundizar más la desconfianza de la ciudadanía en la política, la democracia, las instituciones y el Estado mismo. Hay una franca ligereza hacia la demagogia y el simplismo, ambos reconocidos en el adjetivo electoral del “populismo”.
Antes del primero de julio es justo saberlo: la Presidencia de la República, aún con todas sus fortalezas, no es lo que alguna vez fue. La transformación constitucional e institucional que justo hoy permite a una opción ser la favorita, desarticuló gran parte de los poderes con que solía gozar esta instancia del poder en México y hoy, cuando menos en teoría, nos aproximamos a una órbita de poderes, órganos autónomos y niveles subnacionales de gobierno, con amplias facultades y mecanismos para restringir las posibilidades de decisión y acción del Poder Ejecutivo.
El país tiene más retos de los que puedan resolverse en seis años. Dar un viraje hacia los años 70s o aún antes, solo nos pondrá más lejos de las soluciones. Si bien es legítimo, entendible e incluso, puede haber coincidencia, en que el modelo económico no ha permitido disminuir la brecha de desigualdad que separan tan drásticamente a unos mexicanos de otros, tampoco es dable conceder en una añoranza a tiempos en los que más lejos nos encontrábamos de los remedios contra los otros dos grandes males de nuestros tiempos, que en mucho contribuyen al primero: la corrupción e impunidad y la ausencia de una cultura institucional, social e histórica de respeto a los derechos humanos.
De todos los discursos, éste fue el que más grave me pareció y en el que mayor atención pusimos todos. Los liberales, cargados de la soberbia del fin de la historia y del cálculo político, estamos acudiendo a una derrota peligrosa más allá de nuestra visión de México y el contexto. Fuimos incapaces de construir una vía, no hay en la boleta un solo expositor sin ambages del liberalismo.
Es momento de una definición pública: mis causas son públicas y conocidas. La mejor propuesta que escuché en toda la campaña para combatir la corrupción fue la de José Antonio Meade: fortalecer al Sistema Nacional Anticorrupción con la participación del Instituto Nacional Electoral y el Sistema de Administración Tributaria, permitiría que el SNA cuente con las suficientes herramientas para golpes a dos estímulos permanentes que permiten el círculo perverso de la corrupción política, la más preocupante de todas: el enriquecimiento ilícito y el lavado de dinero, así como la inyección de recursos públicos a las elecciones para control político y complicidades transexenales. Por eso, votaré por él. También estoy preocupado, irritado y decepcionado por los escándalos de corrupción, por la imparable violencia, pero no encuentro en las opciones alternas a ésta soluciones, sino reclamos sin fondo.
Anaya nunca me convenció, ni su alianza, cuya pluralidad nunca terminó de concretarse ni de limitarse para darle coherencia. He escrito más al respecto en estas páginas.
De López Obrador, tengo tantas reservas como las que he expresado reiteradamente en este espacio de libertad. Tiene hoy posibilidades arriba del 90% de llevarse la elección el próximo domingo, según el sitio concentrador de encuestas Oraculus. Logró convertirse en un movimiento social a partir de los errores de sus adversarios en los últimos doce años, más que de aciertos suyos. No veo, salvo una sorpresa que podría resultar contraproducente al ánimo post-electoral, que caiga de esa posibilidad. Antes del primero de julio, que quede claro: las transformaciones sistemáticas voluntaristas no existen, y lo que más se aproxima, no suele ser tan encantador: autoritarismo, absolutismo o dictadura.
Sobre todos pesan dudas legítimas, reclamos y exigencias. No soy omiso,mas me responsabilizo, y cabe enfatizar: un voto no nos aleja de un ideal de país, nos acerca con todo y nuestras naturales diferencias. ■

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@CarlosETorres_

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