La división de poderes suele ser una de las posiciones clásicas más comunes sobre el Estado democrático moderno, que, como muchas otras cuestiones, llegaron temprano a la teoría en México y muy tarde a la práctica. La hegemonía fue la constante del régimen político desmontado a partir de 1977, con la reforma ideada por Don Jesús Reyes Heroles. Frente a los escenarios que se han vuelto la constante a partir de lo reflejado por diversas encuestas en el actual proceso electoral, la preocupación se ha volcado rumbo a la necesidad de evitar que la decepción que ha surgido de la pluralidad democrática, termine en el retorno de la pretensión totalizadora: representarlo todo, incluir todas las latitudes del espectro político, ser la voz de todas las diversidades.
El Movimiento de Regeneración Nacional ha apostado a un modelo de reintegración de las posturas posrevolucionarias, surgidas hace casi un siglo, pero también a la imposible tarea de abarcarlo todo y con ello, desvirtuar el supuesto postulado liberal asumido en el discurso de asimilación del liberalismo decimonónico. El problema es que, distinto a lo sucedido en el siglo XX, a inicios de este milenio nos hemos venido topando con la pluralidad como una característica muy arraigada en nuestro país, ya no solo son las regiones y el nivel subnacional el que permite una explicación de ello, no solo el sector urbano frente al rural, la desigualdad, pero también la modernidad, han traído nuevas formas de diversidad, mismas que topan unas con otras en sus legítimas aspiraciones de hacer valer su cosmovisión de lo público y lo privado, de los derechos y obligaciones, del propio papel del Estado.
Por todo ello, el llamado, que trae un eco que es deber de quiénes nos consideramos liberales y demócratas replicar, de que ante los avistamientos que permiten las encuestas, impedir al puntero presidencial (sea quien sea, pero que ahora es “ya sabes quién”), una mayoría absoluta, son necesarios. Nuestro sistema adoptó un presidencialismo, que si bien, constitucionalmente limitado, fácticamente fue uno que sorprendió en el mundo, por lo que el académico y servidor público, Jorge Carpizo, llamó las facultades metaconstitucionales del presidente.
Durante las últimas décadas hemos avanzado, a paso lento, a veces retrocediendo, pero innegablemente a construir un sistema político que se base en los pesos y contrapesos, en los equilibrios y las autonomías. A ello se debe la transformación de la Suprema Corte de Justicia en un Tribunal Constitucional en forma, a las reformas en materia de derechos humanos y amparo, a la creación de un conjunto de órganos constitucionales autónomos que hoy conviven en la órbita de los tres poderes tradicionales. La restauración de dos de los tres pilares identificados por Daniel Cosío Villegas como fundamentales para el sistema político mexicano posrevolucionario, la Presidencia de la República y el partido hegemónico, podrían restaurarse sí una mayoría parlamentaria absoluta acompaña a la expectativa histórica que parece acompañar una eventual victoria de López Obrador.
Una de las causas históricas-institucionales que identifican Daron Acemoglu y James A. Robinson, para la diferencia entre los éxitos consabidos de la democracia angloamericana y la mexicana, están justo en que el poder político debiera estar siempre limitado y suficientemente repartido. Acaparar mayorías en ambas cámaras del Congreso de la Unión, no permitiría esta condición, ya demostrada del desarrollo económico y los derechos políticos.
Es peligroso caer en el falso argumento autocomplaciente, de que los equilibrios, de cualquier forma, no han evitado mayorías, reformas pactadas y acuerdos políticos, éstos últimos son deseables, exigibles en toda democracia y demostrablemente, procesos complejos de negociación y resistencia entre poderes. Pero aun concediendo en una lógica tan simplista como peligrosa como ésa, cabe expresar: si nuestro sistema de pesos y contrapesos no ha funcionado como esperábamos en la pluralidad ¡menos lo hará en la mayoría absoluta!
@CarlosETorres_
