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viernes, 19 abril, 2024
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Poemas en los que no. Sobre ‘Atmósferas, negaciones’ de Jaime Labastida

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Por: ADOLFO CASTAÑÓN •

La Gualdra 343 / Literatura

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I

Este acto de homenaje y merecido reconocimiento coincide, en el calendario del hombre interior que habita a y en Jaime Labastida, con un momento de examen y de recapitulación, una hora como de corte de caja en la que se pone la vida en claro, para evocar a José Moreno Villa, el momento de redactar una carta de creencia, como fue el caso de Octavio Paz, cuyo último libro de poemas se titula Árbol adentro y que no deja de tener ciertas correspondencias con Atmósferas, negaciones de Jaime Labastida. Menos que un testamento y más que una bitácora, el libro prolonga el tono poético del libro anterior: En el centro del año,[1] extiende ese impulso para adentrarse en el mundo interior navegando hacia adentro con los remos del preguntar y las aspas de los paréntesis que dejan en suspenso y en vilo, abiertas hacia el pasado y hacia el presente, las posibilidades del existir, las puertas de lo posible. Desde ahí cabe entender cómo el poeta se hermanan con el hombre que asciende la pirámide del sacrificio o del soldado caído en la batalla o que dedique a Bernal Díaz del Castillo un poema, como si el soldado de Cortés fuese —y lo es— una figura próxima al poeta-editor-ensayista-filósofo-administrador y navegante arriesgado por el mar de papeles públicos y privados. Esa bisagra de lo público y de lo privado es precisamente uno de los ejes misteriosos que vertebra el proyecto de Jaime Labastida. El escritor Sergio González Rodríguez saludó En el centro del año con sagacidad:

En el centro del año ofrece un flujo verbal (cinco cantos) que medita sobre la naturaleza y la existencia humana. Así confluyen la realidad, sus conflictos sociales, y la presencia subjetiva del escritor que los observa. El eje del vértigo reflexivo se halla en el tema de la libertad. A partir del canon humanista de algunos textos y autores, se escruta el presente: Hobbes, Leibniz, France, Neruda, Arcipreste de Hita, Shakespeare, Gorostiza, Valéry, Rimbaud, López Velarde, entre otros.

[…]

El fervor como dispositivo poético alcanza con En el centro del año un rango paradigmático: un libro superior en la poesía mexicana de los últimos años. El poder de la palabra en su esplendor vasto.[2]

VII. Poema donde sólo el silencio
In memoriam Bernal Díaz

¿Estuve alguna vez allí, en aquella plaza?
¿Pude ver cómo a los hombres les era arrancado
sin piedad su corazón? ¿Recuerdas?
Los tambores sonaban con estrépito. Algo
decisivo se grabó en mi memoria: el momento
preciso en que nació el silencio, un silencio
que sonaba con el sonido de una catarata
sin agua, adentro de mi cráneo en penumbras.
Era agosto, llovía y los relámpagos cesaron
a la medianoche. Los tambores nos dejaron
sordos, hundidos en un silencio extraño.
¿Lo recuerdo, en verdad? ¿Fue así, de cierto?
Aquel silencio era tan denso,
como si respirara adentro de un mar
de azogue y de ceniza, blando. ¿Será posible?
¿Lo recuerdas acaso? ¿Cómo lo puedes
recordar, si estás ya muerto? ¿Pudo
haber sido así? Ese silencio, ¿fue aún
más fuerte que el estrépito de todos
los tambores? Pudo haber sido así, tal vez,
siento una duda. En mi cráneo retumbaba
el ruido sordo de todas las campanas
de todos los campanarios de toda la ciudad.
Así se extendió aquel ruido silencioso
en donde aún estamos sumergidos,
sin oírnos los unos a los otros,
desde entonces y hasta este día
terrible de tinieblas que es el de hoy.
¿Recuerdas? ¿Pudo haber sido así?
¿Pudo haber sido así, en verdad? ¿Sucede?

XI. Poema en que quién sabe

Me miro, una vez y otra vez, en el espejo.
¿En dónde estoy? ¿De quién es ese rostro,
ajado? ¿En dónde está el que fui? ¿A dónde
huirá aquel que habré de ser, acaso, un día?
Quién sabe. ¿De verdad no lo sé? Todos
avanzamos sin duda, con paso firme,
hacia la muerte. El rostro envejecido,
el deterioro implacable de tus ojos,
tus oídos ya sordos, ese rumor quebrado
de tus huesos, ¿qué dicen, pues,
qué otra cosa te dicen que no sea
la certeza cercana de la muerte?
Ah, no, quién sabe. ¿Quién sabe qué?
¿Qué sabes? Habrá de suceder, nunca
te engañes. Un día tus ojos serán vistos
por unos ojos que tú jamás verás.
Así sucederá, no hay duda alguna.
Sucederá de cierto, no te engañes.
Porque siempre fue así, sucederá
otra vez, no cabe duda. ¿Por qué
dices entonces que quién sabe?

II

El libro Atmósferas, negaciones se arma con 33 poemas, veinte para “Atmósferas”, trece para “Negaciones”. Los de la primera parte están invariablemente fechados y situados en lugares como Cuatro ciénagas, Coahuila, las montañas de Corea del Norte, la Gran Muralla China, las Barranca del Cobre, Mazatlán, Topolobampo, rumbo al mar Bermejo, Morelia; entre los edificios de la ciudad de México, Chapultepec, el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, sobre las rocas volcánicas del Xitle, en Kyoto, en los jardines de Katzura, en la Península de la Magdalena frente al Mar Cantábrico, en Berlín, junto a las tumbas de Guillermo y Alejandro de Humboldt y entre el Berlín Oriental y Occidental, además del lugar más remoto de todos: “en mi interior hombre”. Los poemas están fechados entre 1966 y 2016. La advertencia señala que el autor se estremeció durante muchos años con la lectura de la Epístola que Francisco de Aldana dirigió a Benito Arias Montano, el editor de la Biblia políglota que José Bergamín reunió junto con la Epístola moral a Fabio en un libro inaccesible, publicado en México en 1941 en la colección El Clavo ardiendo, con el título Hombre adentro.

Los 33 poemas de la cosecha recogen otros tantos frutos maduros. Henchidos de experiencia. Esa experiencia constata la fugacidad y la condición efímera, también introduce en los 13 poemas de “Negaciones” la ficción y la posibilidad de una experiencia vicaría: el autor se estremece como Bernal Díaz del Castillo o como aquel que asciende la pirámide rumbo al sacrificio. Muchos de los poemas de esa segunda parte concluyen con una constatación “sucede”. El tiempo ha dispersado a los amigos y, de hecho, desafía la posibilidad misma del recuerdo, de la memoria. El sujeto elocuente que mira la fotografía de un niño con su madre no puede, no sabe recordar si en efecto él fue ese niño. La imposibilidad de la memoria estrecha con su angustia e impertinente pregunta la escritura que se sostiene e ilumina en la duda y en la interrogación como una única certidumbre de la escritura a la que mueve y estremece la conciencia de que será leída. Este vaivén entre lo vivido, lo escrito, lo soñado y lo leído, es el espacio por el que navega este náufrago al que solo sostiene en la tempestad la valentía y el coraje de dar la cara a la tempestad y al abismo del tiempo. Ese valor es el líquido mercurial que sostiene el impulso edificante de este labrador de la palabra en el desierto y que le confiere a su quehacer y oficio dignidad y consistencia ética. No hay engaño ni magia. El teatro del lenguaje abre y cierra sus telones en una hora gris, indecisa entre el crepúsculo y la aurora, en una penumbra donde lo posible se estremece bajo la piel recordando al leyente y al copista que lo que una vez se vio se volverá a ver. La lección ética es una lección planetaria. El poeta se ha desplazado hasta la Gran Muralla para constatar desde ahí la vanidad de las murallas, abre el pecho al mar para medir con su frágil humanidad el vasto territorio, la intemperie del hombre adentro que lo habita.

III

Los dioses que habitan este planeta de tinta en sangre no están muertos, son dioses moribundos, murientes entidades que, como el hombre, su hermano, semejante y lector, participan de la condición efímera de las estrellas que se encienden para apagarse. No viven sino que desviven, su experiencia, su vividura. Ese desvivir se cumple a través de la palabra del hombre que los invoca y actualiza. A su morir que se eterniza, se asoma el hombre, el ser que escribe y se humaniza en la escritura, se asoma a su abismo el lector que se planta a la orilla del poema y lo deja correr como el agua de un manantial que brotara de la boca del poeta. El poeta en realidad no se afana ni esfuerza en escribir, se deja hablar por la palabra que lo atraviesa y desgarra, la palabra que se hace paisaje en su seno e inventa esa geografía singular del hombre adentro, del que se humaniza al adentrarse en sí y alcanza a plantarse en ese ahí, como en un lugar desde el cual es posible fechar un poema.

Bernal Díaz del Castillo . Foto INAH.

IV

“[…] Brota, / sin voces, la palabra”, lo acaba de decir el poeta, la palabra es “una cactácea impura” que se yergue en el desierto, “¿De qué se nutre la palabra”, se pregunta en el atardecer del desierto donde recoge “un poco de universo: cuatro piedras, ¿los fragmentos pequeños de un sueño remoto?” Esas piedras en apariencia muertas merecen ser llamadas “astillas sordas de un planeta diminuto”. A la desolación del desierto corresponde una intemperie más cruda: la de la falta de libertad en un mundo vigilado donde le daría terror vivir, como apunta en el poema escrito en las montañas de Corea del norte, donde literalmente está prohibido hundir las manos en el agua de un rio pues su “olor podría contaminar el agua” y es obligado a detenerse por un fusil. La soledad, lo sabe, tiene como compensación la posibilidad de la esperanza (pp. 13-14). El viaje hacia el Imperio milenario lo hace preguntarse “¿Aquí entraré en el secreto de mi pecho?” (p. 28). En ese espacio donde se ha preguntado si no encontrará ahí “¿qué duras cosas? / ¿Ilusiones perdidas? ¿Ciudades / desgajadas? ¿Hermanos muertos?” (p. 20). La profesión del escritor, su vocación y llamado, se da entonces como un oficio testimonial, como una misión del “animal desvalido que lucha en la tormenta” y sabe ir “de cara al viento” (p. 32) mientras le toma el pulso a un cuerpo que se sabe prometido a la muerte. La geografía se adentra en el viajero. El que sube a un volcán, en realidad se atreve a preguntarse por el sentido de su existir, de su vividura y experiencia: “¿Así sabré por fin en dónde estoy, a dónde voy, si vivo o qué me he hecho?”. Los lugares desfilan entonces como atmósferas interiores que abrigan el viaje que es el preguntar de ése cuyo oficio se vive y desvive como escritura.

*Academia Mexicana de la Lengua.

[1] Jaime Labastida, En el centro del año, México, Siglo XXI Editores, 2012, 56 pp.

[2] Sergio González Rodríguez, “Noche y día”, en Reforma, 1 de noviembre de 2012.

[3] Jaime Labastida, Atmósferas, negaciones, México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 2017, p. 125.

[4] Jaime Labastida, Atmósferas, negaciones¸ México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 2017, p. 141.

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