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jueves, 25 abril, 2024
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Tres cuestionamientos precisos a la política de drogas de los candidatos presidenciales

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Por: MARCO ANTONIO TORRES INGUANZO •

En las campañas se anuncia que el principal problema que atenderán todos los candidatos a la presidencia es la seguridad. Y a pesar de que se ha dicho mucho al respecto, no se ha dicho (por ninguno) cómo enfrentarán el ángulo más delicado de la inseguridad: ¿cuál será su gestión estratégica respecto a las organizaciones del criminen organizado? Revisaré algunos tópicos, para visualizar algunas de las preguntas que deberán resolver los candidatos a los ciudadanos. Porque hasta ahora se han dicho sólo generalidades que nada dejan en claro.
El primer asunto que se debe resolver es la relación con EEUU en cuanto a política de drogas. Todo el problema está relacionado con ese país. Desde principios de siglo XX se adoptaron las medidas prohibicionistas que se impulsaron en Estados Unidos, con las penalizaciones de 1924, hasta la guerra contra las drogas de Nixon. El gran atractor del narco fue la combinación de la prohibición junto al estimulo enorme del mercado norteamericano en marihuana, cocaína, heroína y metanfetaminas. El mercado interno es insignificante respecto al norteamericano. La prohibición está dirigida a inhibir la entrada de enervantes en Estados Unidos. Pero, además, la combinación de la prohibición de producir y comerciar drogas, con la permisión de comprar armas allende la frontera, ha resultado fatal para México. Prohibición de drogas con permisión de armas, es pólvora potente para el territorio nacional. Son políticas norteamericanas que afectan brutalmente a México y Estado Unidos no sufre sus consecuencias negativas: la espiral de violencia que desatan la sufren los mexicanos. Por tanto, la primera pregunta es, ¿habrá o no política soberana de drogas? ¿Seguiremos atados a las exigencias gringas en torno a las decisiones estratégicas sobre drogas, o tomaremos decisiones basados en el interés nacional?
En segundo lugar, hay una pregunta diagnóstica esencial: ¿Por qué ese comercio de drogas es tan violento? Y la repuesta de los expertos en el tema va en dirección de su estado legal: es violento por ser ilegal. Las razones son las siguientes: en economía la manera de garantizar la confianza en las transacciones comerciales y de organizar los mercados, es a través de las garantías que ofrece el Estado. Si alguien no cumple sus compromisos de pago, se recurre a un marco legal y a la fuerza del Estado; lo mismo en la regulación del propio mercado: quién puede producir o comercializar algún producto hay un marco regulatorio del Estado que lo define. Pero las organizaciones que son ilegales no pueden recurrir al Estado por obvias razones, así que la manera de hacer que se cumplan los acuerdos de compra-venta, es por medio de la amenaza de la violencia; y lo mismo las formas de regular el mercado de las sustancias ilícitas, se hace por la fuerza de las armas, el que se logra imponer dicta quién puede producir, dónde pueden vender y qué ‘impuestos’ deben pagar. En suma, la violencia es inherente a las organizaciones ilegales. Para eliminar ese ingrediente necesario de violencia, debe eliminarse el factor que lo provoca: su ilegalidad. Y si caemos en la cuenta que la prohibición no ha detenido el consumo, entonces tenemos todas las piezas para preguntar en serio: ¿qué motivos tiene el Estado mexicano para sostener la ilegalidad de la producción y comercio de drogas? ¿Cuál es el mal menor?
El tercer asunto que requiere definición es en torno a los modelos de criminalidad. Veamos. Con la creación de la Dirección Federal de Seguridad (que ya fue sustituida) y la actuación de las policías estatales, se armó un modelo de relación política-drogas donde los actores del Estado, con el argumento de contener y controlar a productores y traficantes, se convirtieron en coadministradores del negocio: participaban en la venta de plazas, daban ‘permisos’ de operar en ciertos territorios, daban protección e impunidad a cambio de dinero y control. Los ejemplos son cuantiosos y documentados. La estructura de la organización ilícita estaba tejida con el Estado, y este último tenía poder de decisión y de control efectivo sobre las organizaciones delictivas.
Al final de los 80’s se movió este esquema, y se desintegró el control centralizado. Se fragmentó el territorio en familias por plaza estratégica de trasiego, los nombres todos los conocemos: los Caro Quintero, Zambada, Beltrán Leyva, Carrillo Fuentes, Guzmán Loera y Arellano Felix. Y terminó con el rompimiento de los pactos. Ingresa y hegemoniza la cocaína, además de la ampliación del marcado con la incursión Asía pacífico. Con el rompimiento de los pactos, emerge una zona diferenciada de la matriz sinaloense: Tamaulipas y el cartel del Golfo. Y de este último, la generación de un modelo socialmente muy dañino a manos de una organización militar que modificó todos los códigos: los Zetas.
Los Zetas generan un tercer modelo, que Guillermo Valdés le llama “criminalidad de segundo piso”. En el corredor que va de Tamaulipas a Guerrero dominan sus territorios controlando a los grupos de delincuentes locales (que roban, secuestran, cobran piso, etc) y les cobran impuestos al mismo tiempo que los obligan a trabajar para sus intereses. Lo cual genera una estructura delincuencial que vampiriza a la población que antes no era tocada y usan el miedo para operar en el control de los gobiernos municipales.
Pues bien, los candidatos deben responder a las siguientes preguntas: ¿cómo desactivar la estructura de coadministración que se da en amplias regiones entre carteles y entidades de gobierno federal y gobiernos estatales? ¿Cómo resolver esa fragmentación que establece una guerra por plazas y produce tantos muertos? Y lo más delicado: ¿qué harán para diluir esa criminalidad de segundo piso que espolia directamente a la población? No debemos aceptar discursos genéricos: queremos respuestas puntuales a preguntas puntuales.

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