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jueves, 28 marzo, 2024
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El pintor y el escultor

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Por: FRANCISCO JAVIER GONZÁLEZ QUIÑONES •

La Gualdra 334 / Río de palabras

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Nadie sabe con certeza de dónde vino, cómo llegó a ese lugar y porqué se fue, al parecer el primero que lo vio, y tal vez el único, fue Carlos. Fue en un día seco y soleado, mientras paseaba a sus preciosas perras en las faldas del Cerro de La Bufa. Durante ese recorrido, cuando Carlos disfrutaba la esporádica y refrescante brisa que recorría la piel de la emblemática colina, de repente los ladridos de sus canes quedaron en silencio. Entre ese mutismo y el polvo que arrastraban sus mascotas, poco a poco, se fue distinguiendo una silueta humana que lo hizo salir de su ensimismamiento. El desconocido estaba desnudo y el color de su piel se confundía con la polvorienta tierra colorada, moteada por algunas hojas secas, ramas y minúsculas arenillas.

Sin poder evitarlo la apariencia de ese extraño remitía al pintor Francisco Goitia. El insólito sujeto parecía un tanto desaliñado pero, al igual que el ermitaño Goitia, su misteriosa presencia irradiaba una tremenda calma que al instante alejaba todo tipo de preocupaciones. Su desnudez no resultaba perturbadora, tal vez porque la portaba con naturalidad y con una majestuosidad que incitaba a la admiración y al respeto.

La mística experiencia fue interrumpida por la reiterativa nota musical que provenía del celular de Carlos. Al escuchar el apático “hola”, ella de inmediato notó en la voz de su compañero de vida algo que no entendió, por eso y sin rodeos le preguntó “¿Qué pasó, estás bien?”, la respuesta no se hizo esperar: “Sí, sí estoy bien, de hecho estoy muy bien, me siento extraordinariamente bien”. Conocedora de la sensibilidad de Carlos, ella atribuyó ese tono de voz, que sonaba a distanciamiento, a un estado de inspiración y optó por no interrumpirlo por lo que simplemente se despidió con un cálido “te veo en la casa”.

Para entonces, las perrunas acompañantes de Carlos habían salido de su mutismo y sin dejar de ladrar seguían al extraño sujeto, quien, como si fuera su nuevo amo, los guiaba hacia lo que parecía ser la entrada a una oculta cueva. Ante esa situación, Carlos también se sumó a esa procesión y así pudo entrar a la morada de ese singular ermitaño, quien hasta ese momento no había pronunciado ninguna palabra. En realidad las palabras no fueron necesarias, sólo hubo que dejarse llevar por la magia del encuentro.

La cueva no era tan profunda, después de unos cuantos pasos el hombre desnudo se detuvo para llegar a un amplio recinto iluminado por luz natural. Al centro de este recinto se encontraba una escultura femenina que irradiaba un erotismo desbordado en la simetría y el volumen que daba cuerpo a una sensual obra de arte. Entre espasmos contenidos, Carlos recorrió con deleite la planicie de la espalda y reposó unos instantes su mirada en las soberbias nalgas de esa diosa de barro. Luego, caminando en torno a esa obra, suspiró ante el par de manzanas lácteas que equidistantes flotaban sobre un perfecto ombligo. Deslumbrado, casi se desvanece cuando reconoció el familiar rostro de esa magnífica escultura de arcilla. En ese intervalo de aturdimiento, los ojos de Carlos se cruzaron con los de su anfitrión, quien con una sonrisa de complicidad y un leve ademán, adivinando sus pensamientos, lo invitó a ejecutar su deseo.

Acercándose a un rústico banco de trabajo, Carlos, quien a pesar de ser un excelente pintor nunca se había atrevido a plasmar la belleza de su amada en algún lienzo, tomó algunas herramientas de madera y comenzó a darle el toque final a ese rostro. Los detalles a corregir eran mínimos, pero consumieron minutos que se transformaron en horas. Con el correr de las horas llegó la tarde y antes que ésta se cubriera con el velo de la noche los dos artistas, el escultor y el pintor, teniendo de testigo a la bella estatua, cruzaron otra mirada de complicidad con la que sellaron un silencioso pacto.

Cuando él llegó ella ya lo esperaba, pero no hubo ningún reproche de su parte, de hecho lo esperaba en la alcoba y ahí empezó a cumplirse el pacto convenido entre el escultor y el pintor. Ella, entre sollozos y susurros, sintió que cada centímetro de su cuerpo fue acariciado como nunca antes, sin prisas, pero sí con un moderado vigor y un pausado asombro. La habitual frugalidad de palabras del artista se diluyó entre una agitada y rítmica respiración que se transfiguró en orgásmico placer que los llevó a un reposado sueño. Todavía era medianoche cuando él se levantó, hacía calor y ella mostraba la desnudez de su exquisita espalda. Procurando no perturbar su sueño, él se acercó al balcón en busca de un poco de aire fresco, al abrir la ventana y atisbar la montaña de su morada, recordó el pacto y enseguida se encaminó hacia el taller del artista, dispuesto a cumplirlo. Cuando el alboroto de unos exaltados noctívagos la despertó, ella instintivamente buscó el cuerpo de Carlos, pero su lugar estaba vacío. Este hueco la obligó a girar su desnudez y al hacerlo percibió luz en el taller. No era su costumbre interferir en el trabajo de su compañero, pero esta vez la curiosidad pudo más y al abrir la puerta del estudio lo sorprendió absorto en una pequeña escultura. La hermosa escultura de cera, montada en una base rectangular de aproximadamente 15 por 10 centímetros, era una mujer desnuda recostada casi boca abajo, a cuyos pies estaban las diminutas figuras de las mascotas de Carlos, quien, por su polvoriento rostro y el júbilo de ellas, parecía que acababa de regresar de su paseo por el Cerro de la Bufa.

 

 

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