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jueves, 25 abril, 2024
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México durante las elecciones de 2018: el discurso del sujeto poscolonial, ¿una promesa irrealizada?

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Por: IRIS JUAREZ •

Como todos los textos que hasta ahora he publicado en este espacio, parten siempre de la reflexión abonada por algún libro a modo de reseña/opinión, unas de las veces son académico, otras tantas de divulgación. Así, el libro “Promesas irrealizadas, el sujeto del discurso poscolonial y la nueva división internacional del trabajo”, puso sobra la llaga, por así decirlo, una crítica al barroco mexicano1, no como un movimiento artístico, más como una forma de vida. La autora del libro, Paulina Aroch estudia la posición del autor poscolonial dentro de lo que se denomina “la nueva división internacional del trabajo”, un término evidentemente posmarxista, pero la pregunta aquí es: ¿hay un discurso que aleje a los mexicanos del colonialismo?, no del periodo histórico, pues la historia no debe negarse o engullirse, sino de las estructuras hegemónicas contemporáneas con reminiscencias coloniales. Primero es necesario visualizar a México desde una perspectiva global y a modo de crítica, comprender en qué posición juega el sujeto poscolonial en el México del siglo XXI. En otras palabras, cómo aquellos que están instalados en una posición de “poder” representan al mexicano que no ostenta la palabra para representarse por sí mismo dentro de las estructuras globales.
En el libro de Aroch, de hecho, se leen dos discursos meramente políticos, de dos sujetos poscoloniales: Salvador Allende (expresidente chileno quien murió en 1973 durante el golpe de Estado que colocó a Pinochet como nuevo gobernante en Chile) y el del subcomandante Marco quien al servicio del Ejército Zapatista de Liberación Nacional EZLN se alzó en armas en la Selva Lacandona de Chiapas. Los traigo a colación porque el primer domingo de julio del año en curso serán las elecciones para Presidente de la República y otros cargos públicos. La autora sugiere que en dos discursos de Allende y en alguno del subcomandante Marcos la promesa de articulación entre quien profesa una narrativa para procurar liberación del yugo poscolonial se efectúa. En este sentido, es posible llegar a una representación, no sólo discursiva en términos de representación simbólica, también es posible que un representante o sujeto en posición de enunciar se intersecte con las proclamas de un pueblo. Esto porque el referente del discurso no es una mera sustancia (o una fórmula exclusivamente discursiva) preexistente en el acto de rebelión, sino un acto, en otras palabras, un movimiento dinámico que tiene agencia para modificar la realidad. En una suerte de performatividad, un sujeto dueño de un discurso debería ser capaza de convertir las palabras en actos que construyan una realidad diferente. Como sujetos representados en un discurso, debemos exigir un vínculo que nos permita asumirnos como parte de este país, como sujetos con historia, raíces y necesidades específicas.
En el texto, se lee que “[aquello que da valor a los discursos y que no se ve a simple vista es una] mentira particular que hace soportable y por tanto perpetua las verdades de un sistema en su totalidad [es entonces] un apego melancólico de un otro excluido”, esta cita alude a la falta de valorización en la propia sociedad, que vive y carece de actos tácitos que modifiquen su situación económica, política y social. Hablar sobre la posición del orador de un discurso sirve también para pensar nuestra realidad electoral, es posible pensar en algún agente de cambio que traslade el discurso como una singularidad lingüística a un hecho palpable y tangible en la realidad del elector, como agente de cambio de la situación estructural actual. No me queda claro si esto puede ocurrir en el transcurso del proceso electoral. Estoy casi convencida de que ni Ricardo Anaya, ni José Antonio Mead o el propio Andrés Manuel López Obrador cumplen con el perfil o que su discurso desemboque en una representación/acto útil y eficaz para el electorado.
Del mismo modo que Paulina Aroch, no estoy asumiendo que un discurso pueda trasformar este país, la idea es que, es posible que un sujeto discursivo represente a un población del tercer mundo, que vive bajo el dominio de estructuras económica y arrastra un pasado colonial, como el caso Mexicano, o como el chileno. Lo que se propone es una coherencia discursiva que dista mucho de la dislocación entre lo que se enuncia y lo que se ejecuta, inspira o representa. Así, la autora reescribe “las palabras de Allende en 1970 [como] un acto: el establecimiento de una promesa compartida que es, a la vez, una obligación a cumplir en y mediante la representación política (y discursiva)”. Esta última cita me sirve para reflexionar si la representación política en el México contemporáneo cumple su función como promesa, si ejecuta una obligación o si tan sólo es una promesa irrealizada. Esta idea es, quizá, la que debamos inquirir en los sujetos discursivos (candidatos) que pretenden representarnos simbólica y políticamente.

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1 Me refiero al barroco zacatecano como una forma de vida, apartada en muchas de las ocasiones de las prácticas que se ejercitan en otros contextos. Hablo específicamente del puritanismo, conservadurismo y tradicionalismo propio en los zacatecanos. El lector podrá estar de acuerdo con mi postura, o no, pero a mí entender la cotidianidad y el ambiente colonial de la ciudad arroja al zacatecano al conservadurismo y a la no posición discursiva emancipadora, la vida pública pertenece al varón y la vida privada sigue al celo de las mujeres, por ejemplo. En términos llanos, la doble moral que se juega en una sociedad como la nuestra.

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