Todo indica vivimos, en los días que corren, así en lo nacional como lo estatal, un grand finale: un remate a tambor batiente del undécimo año de la guerra inaugurada por Calderón, al principio “contra el narcotráfico”, luego “contra el crimen organizado”, después “contra la inseguridad” y en el tramo a partir de la semana anterior no se sabe aún contra qué, empero de algo podemos estar completamente seguros: al cabo de decenas sucesivas de miles de cadáveres, y algunos centenares de fosas clandestinas, habrá crecido cuatro o cinco veces su tamaño actual, y siete por lo menos su gravedad; un año que sería, con toda probabilidad, histórico, ya que resulta el más violento recordado por las generaciones vivientes, a no ser que gracias a la “legalización” del flagelo, los subsiguientes empeoren.
En el ámbito doméstico las cosas en manera alguna van mejor, o de perdida menos mal, sino todo lo contrario: todos los indicadores registran en competencia tan reñida somos medalla de oro en secuestros, de plomo más que de cobre en homicidios dolosos, y por lo menos dos terceras partes del nuestro territorio se encuentran controladas por grupos criminales.
Ante la ausencia de cualquier clase alternativas lo mejor será tomar las cosas con filosofía; recordar que a la luna nunca llegaremos, y del suelo nunca pasaremos.
Descreo de la especie de acuerdo con la cual las obras sanitarias que en breve anularán la actividad comercial del centro histórico de esta capital obedezcan a la inquina de las autoridades involucradas por el sector afectado, o bien a una conspiración del comercio departamental.
Me inclino a creer se trata de la acción conjunta de los ejemplos suculentos de las recientes remodelaciones de la Alameda Trinidad García de la Cadena y la Plaza de Armas, y las apetencias terminales de los propietarios temporales del municipio. ■
