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martes, 23 abril, 2024
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La nostalgia del pasado, ¿El indio atrapado en el tiempo o el indígena de la nación?1

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Por: IRIS JUAREZ •

Muy adelantados, ya, en la segunda década del XXI, no es desconcertante que una india (corrijo), indígena (tampoco es el término), lo “correcto” será decir, mujer miembro de una comunidad originaria2, esté buscando la candidatura para la presidencia de la República en 2018. Y es que cualquiera que apele a lo “políticamente correcto” encontrará la ironía en el uso de los sustantivos, poco menos que cortés. Si se piensa en el transcurso de México como un país independiente y posteriormente una república, es imprescindible repensar no sólo la historia de los pueblos indígenas, sino, ¿quién es el indígena?, o ¿quiénes son los indígenas en México? Estas, que podrían parecer interrogantes superadas, dado el reconocimiento de la pluralidad cultural, quedan abiertas y se abordan en el libro “El indígena de la nación. Etnografía histórica de la alteridad en México (Milpa Alta siglos XVII-XXI)” autoría de Paula López y recientemente publicado por el Fondo de Cultura Económica. Sin duda es un texto polémico y provocador, pero sobre todo, crítico y sugerente.

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Partamos de una pregunta base, ¿qué significa ser indígena en el México contemporáneo?, lo mismo que significó ser indígena durante la colonia, o en el México posrevolucionario. El indígena ha sido históricamente el Otro. En las dicotomías que fundaron las sociedades occidentales, civilización/primitivismo y modernidad/tradición, ese otro es el salvaje, opuesto al civilizado, y en un país en proceso de modernización, nadie quiere ser el bárbaro, el primitivo. Probablemente algunos no estén de acuerdo con tal radicalismo, y en gran parte se debe a la falta de matices. Sin embargo, en “México profundo: una civilización negada”, Bonfil Baltalla explica que, “En este racismo [el mexicano] se encuentra más que una simple preferencia por rasgos físicos o el color de la piel. La discriminación contra todo lo que es indígena es una negación de una parte constitutiva de ‘nosotros’, de los que somos” (Pérez, p.15). Por ende, también valdría la pena cuestionarnos, ¿de dónde viene la noción del Otro, del indígena? Es lícito decir que la antropología conformó un corpus de conocimiento científico, una incuestionable verdad sobre el indigenismo mexicano. Una suerte de representación que está y estará para la posteridad, atrapado en el tiempo, en las salas del Museo de Antropología e Historia y que nos vincula con un pasado glorioso, con un aura mítica de virtudes y fuerza. El indígena de la nación se configura fuera del tiempo, no tiene historia, se desplaza en un escenario auspiciado por el discurso nacionalista del Estado mexicano.

La escritura de la “prosa indigenista” que propone como poeta del “fenómeno indígena” al Estado mexicano, reconocido así por Jeffrey Rubin una de las referencias de Paulina Pérez, lo coloca como productor del discurso de alteridad, de la configuración de la autoctonía. Pues son las relaciones sociales las que configuran quienes y qué son los indígenas, y no la sociedad la que coordina las relaciones. En otras palabras, el Estado es el que produce las identidades nacionales y las alteridades. Hay un discurso vertical anclado en el poder, una narrativa histórica: el indio de la colonia, el indígena en los hervores nacionalistas posrevolucionarios y el integrante de una comunidad originaria en la contemporánea multiculturalidad. Y en todos los periodos de la historia de México se le pide al indígena que sea indígena, su identidad no es negociable, se le exige conservar un pasado imaginado, un pasado que ni siquiera es prehispánico, sino un resquicio ibérico. Y se desechan las negociaciones identitarias que ha trazado a través del tiempo, su resistencia a permanecer atrapado en un museo, a ser sólo una representación de lo nacional.

En el caso específico de Milpa Alta, donde solo el 9% del total del territorio de la delegación es urbano, residen los milpaltenses, los descendientes directos de la cultura náhuatl, y por tanto, opuestos a la ocupación metropolitana de sus tierras. Parece que en la resistencia a la intrusión de los proyectos urbanos o inclusive a los avecindados provenientes de otros estados de la república, también se configura una otredad, que deja entrever la apropiación del discurso nacional ya mencionado y lo performativa que tiende a ser la identidad. Hay todo un aparato ideológico, todo un “régimen nacional de alteridad”, un repele a la pérdida de las tradiciones que el mestizo se apropió (como observador) y que desea conservar, siempre buscando la huella prehispánica en las poblaciones indígenas contemporáneas. Pero sobre todo, hay una necesidad de que el indígena se asuma estático sin suponer el paso del tiempo y los cambios en las estructuras sociales, políticas y económicas. Así, se les asignó a las comunidades una clase de principios que las regularon y las constituyeron partiendo de una “lógica indígena” que obedecía a las preocupaciones del gremio de la antropología. Gremio que estuvo vinculado durante décadas con el Estado, y que de la mano, fundaron el “régimen nacional de la alteridad” que funcionó como un “régimen de verdad” para delinear la diferencia. Sin considerar que la nacionalidad no es un proceso finito, ni una base inamovible, al contrario, es cambiante en tanto sus actores estén conectados al binomio pueblo/poder (Pérez, 2017).

 

1 López, Paula. (2017), El indígena de la nación. Etnografía histórica de la alteridad en México (Milpa Alta, siglos XVII-XXI). Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Este texto es una lectura del texto antes mencionado.

2 En la presentación del libro Mardonio Carballo hace referencia de cómo en el discurso nacional se nombró y se nombra al indio/indígena/miembro de una comunidad originaria, poniendo énfasis en sus asegunes.

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