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viernes, 29 marzo, 2024
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La demasiada cultura

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

Vivo en una ciudad que se considera “cultural”. Ya en anteriores ocasiones he intentado abordar los malos entendidos y las confusiones que una palabra como cultura puede causar; por ello, esta vez no intentaré definir siquiera a lo que me refiero cuando menciono el concepto, que cada quien se rasque con sus propias uñas y, ahora sí, que entienda el término como mejor le parezca o, lo que sería preferible, que lo interprete en el contexto en el que lo ubico en este artículo. Decía que Morelia, al igual que varias ciudades de nuestro país, se consideran sitios “culturales”; es decir, lugares donde abunda “la cultura”.

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Y es que venir a Morelia, o ir a Querétaro, a Guanajuato, a Puebla, a Zacatecas, por mencionar algunas, es encontrar muchas expresiones “culturales” (perdón por la repetición, en serio), y qué son éstas sino, primero, los monumentos históricos, los museos, las plazas donde se exhiben artesanías, donde podemos encontrar músicos y vendedores ambulantes que ofertan sus mercancías, muchas veces hechas en China pero con el toque de la casa; luego, también está una amplia cartelera de “eventos culturales”: conciertos, obras de teatro, proyecciones cinematográficas, homenajes; vaya, un montonal de “productos” que hemos dado por adjetivar como culturales.

Partiendo de este panorama podemos inferir que lo que las personas piensan, en primera instancia, cuando se habla de una ciudad con dicho apelativo es en un espacio turístico, con una variedad amplia de posibilidades para su entretenimiento; tan es así que las agencias y las instituciones le han dado a este tipo de esparcimiento el mote de Turismo Cultural. La “cultura”, ese concepto que usamos a nuestra conveniencia, se reduce en este caso a una forma específica de entretenimiento; no nos asombre, entonces, que en muchos Ayuntamientos el organismo encargado de la cultura sea una dependencia de la Secretaría de Turismo, claro, porque la cultura es una forma de turismo, ésta interesa en función de la inyección económica que pueda proporcionar al municipio, al estado, al país. A diferencia del esparcimiento de playa, del ecológico o del religioso[1] o gastronómico (que pudiéramos considerar también culturales), el cultural oferta, además de un producto (en el caso de las artesanías, los libros, etc.) o un servicio (como un concierto, la proyección de un film, un tour por museos), el acceso a un grupo supuestamente reducido de “personas cultas”, de “gente interesada por la cultura”. Los ejemplos abundan; cuántas veces no hemos escuchado al turista promedio decir: a mí me gusta conocer la cultura de las ciudades que visito, nunca me verás comiendo en el McDonald’s, prefiero visitar los mercados, comprar a los artesanos locales antes que a las grandes tiendas. Y sí, hay un amplio sector de la población, al menos en ciudades “culturales”, que depende de estos bienintencionados paseantes. Los proovedores de productos culturales, ya sean establecidos o ambulantes (y hay que pensar que provee “cultura local” tanto el negocio con precios altísimos que invierte en sus pistas de calidad, como el guitarrista de barrio que va a cantar a los cafés del centro) viven de los visitantes; los habitantes de la ciudad raramente consumimos este tipo de productos, pues están hechos, per se, para el turista. Así, podemos decir que el mercado que exhibe la cultura local es para los foráneos, no para el oriundo.

No digo que eso esté mal, el turismo –llámese o no cultural- activa economías y genera sus propias dinámicas; pero la pregunta aquí es si es eso realmente la cultura. Para llegar a pensar “lo cultural” como lo turístico se parte de la premisa de que la cultura es un culto por el pasado, o tal vez lo diríamos mejor si lo llamamos: una nostalgia del pasado. En la mente colectiva la cultura se presenta como algo ya realizado, un suceso, un hecho pasado que permanece y nos define como grupo social. Es decir, la cultura es el pasado, no lo que está sucediendo, lo que nos definió, no lo que nos está definiendo en el hoy. Por poner un ejemplo fresco, el Día de Muertos es tradición, cultura, decimos los mexicanos, mientras que el Halloween es el invasor, la costumbre extranjera lo que los jóvenes festejan. Notamos una dicotomía entre lo autóctono y lo externo, pero también entre lo viejo y lo joven. La cultura se muestra aquí como “propio” que hay que defender, pero también como algo viejo; como un hecho pasado inamovible.

Nada más falso. La cultura no puede ser permanente, y cualquier esfuerzo por mantenerla intacta será inútil. Sin embargo, ¿no vivimos, los generadores de productos culturales de la cultura inamovible? ¿Qué pasaría si de buenas a primeras las artesanías purépechas dejaran de importarnos como bien cultural, si los edificios de los centros históricos dejaran de ser considerados culturalmente importantes?, ¿si nuestra nostalgia por el pasado se convirtiera en un anhelo de futuro? A pesar de que no podemos negar que la cultura se transforma, tampoco podemos renegar de lo que es, ni abandonarnos a la idea de que lo que importa es un futuro incierto. La cultura nace de ese choque, del conflicto entre el pasado que se va y el futuro que llega, inevitable. Es el rechazo de lo inesperado frente a la nostalgia de lo que fue lo que crea la cultura.

A pesar de ello también los productos culturales actuales tienen sus consumidores. Basta echar de nuevo un vistazo a nuestras ciudades. Acaba de terminar el Festival Internacional de Cine de Morelia, tal vez el evento más espectacular, en lo referente al turismo cultural, que tiene la capital michoacana. El festival aprovecha el culto al pasado pero también genera la apreciación de la cultura del hoy. El cine actual en un escenario histórico. Obviamente el evento engancha al turista que, a pesar de venir con intenciones cinéfilas, también aprovecha las otras ramas del turismo cultural. Sin embargo, lo que menos podemos ver en este tipo de eventos es realmente el hacer de la cultura; los sucesos culturales no lo son en lo más mínimo. Se tratan de pasarelas donde las cegadoras luces y los faustosos egos protagónicos conviven con la ignorancia y la mediocridad del consumidor promedio. La cultura se vuelve comercio llano y simple: consumir por consumir.

No sólo el festival de cine es un ejemplo de ello; cualquier actividad cultural se vuelca en esta dinámica. Cuando decimos que Morelia es una ciudad “cultural” no sólo hablamos de estos grandes eventos y de su centro histórico, también nos referimos a la fauna culturosa local, a los pequeños creadores de producto cultural que son, asimismo, consumidores de los mismos. Pequeños cafés, bares, restaurantes, centros culturales, clubs de lectura, galerías, donde los artistas se reúnen para cometer autofagia. Abundan estos micro eventos así como abundan los hacedores de bienes y los productos “culturales”; pero lo que definitivamente no abunda, aunque nos empeñemos en creer lo contrario, son los consumidores. El turista, mayor consumidor de la cultura local, no baja a las cloacas creativas, se mantiene en el cómodo y acolchonado pasado o en el lujoso e iluminado living de los grandes eventos mediáticos. Abajo, en las alcantarillas, sigue pudriéndose un tipo de cultura a la que, deformes y despreciados, acuden los mutantes culturosos para alimentarse.

Cuando me hablan de una ciudad “cultural” no puedo dejar de pensar en esto, y escucho los aullidos de un centenar de perros abandonados, sin un turista que los adopte.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra-315_71cm

 

[1] Este tipo de turismo es realmente muy parecido al cultural; provee también una satisfacción que va más allá del producto físico, del servicio, quien realiza turismo religioso busca también acceder a un grupo selecto: el de los salvados.

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