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miércoles, 24 abril, 2024
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Editorial gualdreño 314

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Por: JÁNEA ESTRADA LAZARÍN •

“¡Qué costumbre tan salvaje ésta de enterrar a los muertos!”, decía Jaime Sabines, quien esperaba también a que éstos se levantaran, rompieran el ataúd y dijeran alegremente “¿por qué lloras?”.

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A mí como al poeta chiapaneco y como a muchas otras personas, me sobrecoge el entierro. Cuando era niña veía a la muerte como algo que sólo podría ocurrirle a “otros” –así es la infancia de inocente-, escuchaba las noticias de la gente que moría y su deceso casi siempre era atribuido a una enfermedad o a la vejez, pero pocos, muy pocos, morían asesinados. Sí los había, por supuesto, pero eran todo un acontecimiento: de vez en cuando escuchábamos la noticia de que en alguna comunidad del norte del Estado habían llegado las fiestas, las del santo patrono, y ahí, de seguro, habría uno o dos muertos, o porque al calor de las copas habían peleado y sacado a relucir su hombría irracional, o por un asunto de venganza: si un año moría el integrante de la familia B, a manos de alguien de la familia A, al año siguiente la familia B se vengaría… pero eso era cada año y era por lo general un solo muerto; no era necesario conocer a esas familias, la noticia duraba en el imaginario popular los siguientes 365 días hasta que las fiestas llegaban nuevamente.

Eso me hace recordar también lo que mi abuela me contaba: para esos momentos, cuando la muerte era inminente, había personas que desempeñaban el oficio de “ayudar a bien morir”. Esas personas conocían de rezos especiales, tomaban la mano del moribundo y le consolaban con cantos y palabras dulces para prepararlos a abandonar este plano e ingresar con resignación a otro, el de los muertos, en donde encontrarían de acuerdo a su fe, el alivio de sus males, el paraíso y la vida eterna. Así se quedaban con el que agonizaba hasta que éste exhalaba su último aliento, en su casa, en su cama, rodeado de su gente. Luego vendría el otro ritual, limpiar el cuerpo, vestirlo con sus mejores ropas y velarlo: los velorios se llevaban a cabo en las casas, rodeaban el féretro de flores, ponían un crucifijo y cirios en los cuatro puntos cardinales y debajo del cuerpo, en el piso, pintaban una cruz de cal que quitarían hasta que terminaran los rosarios. En los velorios aparecía también otro personaje de nuestra cultura popular: la persona encargada de llorar y de entonar cantos religiosos, de alabado, para que el difunto encontrara pronto el “camino de la luz”. Los muertos casi siempre se iban acompañados.

Jaime Sabines, habla también del entierro “Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales”. Y es que en aquel entonces, era común tener el cuerpo de nuestros muertos para poder darles cristiana sepultura; hoy ya no lo es tanto, no para todos.

Nuestro país tiene más personas desaparecidas de las que nos podemos imaginar. Muchos de ellos seguramente están muertos ya y no tuvieron quién les tomara de la mano para ayudarlos a dejar este mundo; muchos no tuvieron el consuelo de ver por última vez a sus seres queridos antes de morir. Murieron en soledad. Y su familia sigue esperando a que aparezcan, sigue buscándolos en todas partes, rascando la tierra con sus propias manos para volverlos a ver, para enterrarlos en su tierra, para poder tener un lugar de referencia para poder llorarles después, para llenar su tumba de flores cada 2 de noviembre, cantarles canciones y comer con ellos. Creo que Sabines no se imaginó nunca que una situación como ésta podría llegar a ser posible cuando escribió el poema, por eso consideraba salvaje el hecho de enterrarlos. Hoy, quisiéramos que ya no hubiera más muertos a causa de la violencia. Lo salvaje es nuestro tiempo. El Día de Muertos llegará nuevamente y muchos no tendrán la certeza de poner un altar todavía, hasta encontrarlos. Hasta encontrarlos.

Que disfrute su lectura.

 

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