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jueves, 28 marzo, 2024
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Una sobre paros

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Por: ROLANDO ALVARADO • ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ •

El 7 de julio de 1892 la “Agencia Nacional de Detectives Pinkerton” (un servicio de seguridad; i.e. de mercenarios; norteamericano fundado en 1850) mandó 300 agentes al poblado de Homestead, Pensilvania, para abatir una huelga iniciada el 30 de junio por la “Pittsburgh Bessemer SteelWorkers”, una rama de la “Amalgamated Association of Ironand Steel Workers”, contra la “Carnegie Steel Company” propiedad de Andrew Carnegie. Se sucedió un tiroteo que dejó cuatro muertos y 23 heridos. El 7 de julio el ejército se entrevista con los huelguistas y estos deponen las armas, resultando seis heridos más en el proceso. Un contemporáneo de los hechos, Alexander OssipovichBerkman, dejó un candoroso retrato de la huelga en el primer capítulo de la parte I de sus “Prison Memoirs of anAnarchist” (New York Review of Books, 1999), que es quizá la parte más floja, pero más ingenua, de todo su libro. Berkman fue participante a posteriori de la huelga porque la encuadró dentro de sus principios anarquistas revolucionarios, y decidió que el momento estaba listo para dar el golpe fatal que llevaría a la revolución. Ese golpe consistió en el intento de asesinato de Henry Clay Frick, el socio de Andrew Carnegie que dirigió las “negociaciones” con el sindicato. Por supuesto las condiciones revolucionarias existían únicamente en la mente de Berkman, porque una vez hecho el intento de asesinato nadie siguió la ruta que él pensó estaba firmemente enclavada en la dialéctica de la historia. Fue a prisión y en ella reflexionó largamente sobre sus convicciones. La parte quizá más interesante de sus memorias es la detenida reflexión, no sin vericuetos apasionantes como el del capítulo 15 (“The Urge for Sex”), que lo llevó a darse cuenta de que cometió un error porque el signo que lanzó no fue adecuadamente interpretado por aquellos a los que se dirigía. Y esto porque la ideología norteamericana, tan admirablemente plasmada en la “Leaves of Grass” de Whitman, vuelve ininteligibles los actos violentos dirigidos contra el poder. Tal asimetría queda clara porque ningún patrón fue a prisión como resultado de los asesinatos de obreros y mercenarios, pero sí hubo castigo expedito e irrevocable para el intento de asesinato de los patrones. Berkman relata cómo los mismos obreros involucrados en la huelga, prisioneros con él, interpretaban “naturalmente” el asunto como una cuestión personal entre Berkman y Frick. Ignoraban la dialéctica materialista tanto como el “nihilista” ruso ignoraba el individualismo norteamericano. El golpe de Berkman resultó incluso contraproducente, llevando al sindicato a la derrota total. La violencia comenzaba a adquirir mala nota para beneplácito de los patrones y los políticos, quienes sobre esa base comenzarían la deslegitimación de cualquier violencia al margen del Estado; es decir, la lucha es también ideológica. La función de los intelectuales es dirimir esas luchas, mostrando la manera en la que los valores profesados por una comunidad se tornan ambiguos debido a la acción de fuerzas que se les oponen. Si se cree en la democracia, habrá movimientos que lleven a su cancelación en los hechos, y estos movimientos deben ser iluminados, si se cree en el libre examen de la ideas y la expresión de la opinión, se deben mostrar los medios por los que se le ponen límites determinados por los intereses de  las fuerzas. Será, entonces, Georges Sorel el mejor intérprete de Berkman. En sus “Reflexiones sobre la violencia” acusa a los socialdemócratas, y a Jean Jaures, de tratar de detener el movimiento de la historia en la edad media debido a la naturaleza de las concesiones que pretendían el empresariado tuviera con los obreros. Para Sorel eso constituía un error del que únicamente la violencia de los patrones contra los obreros, y de los obreros contra los patrones, podía enmendar. Esa violencia debe estar dirigida por un mito: el de la revolución. Berkman, si se leen los espantosamente ingenuos primeros capítulos de su libro, es eso que Sorel quiere: un hombre guiado por un mito. El origen del desdén por la violencia, asegura Sorel, reside en la estructura de la sociedad. En una sociedad capitalista, en la que pululan los grandes negocios y hay prosperidad, la astucia y el fraude son preferibles a la violencia, mientras que en sociedades menos ricas es la violencia física la que resulta irrelevante. Por tanto la violencia no se puede eliminar, lo que puede ser eliminado es el discurso favorable a la violencia como medio de mantener ciertas asimetrías en la “lucha de clases”. Se debe inculcar en los obreros, y la sociedad en general, que todo conflicto se resuelve “legalmente”, en los tribunales, y que todo movimiento debe tener la venia estatal (las huelgas son legales bajo ciertas condiciones, los paros no). Tal posicionamiento tiene buena prensa, y los políticos lo avalan sin más,  a pesar de que diariamente se observa que no es así: muchas negociaciones resultan debido a movimientos que no siguen cauces legales, aunque simulan hacerlo. Muchas negociaciones son al margen de cualquier ley, aunque se santifiquen apelando constantemente a la legalidad. Por eso en la UAZ ya se prohíben los paros que no cuenten con el permiso del rector.

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