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miércoles, 24 abril, 2024
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80 millones de dólares para combatir periodistas y no delincuentes

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Por: JOSÉ NARRO CÉSPEDES •

El espionaje a periodistas y activistas en México exhibido por el New York Times, agudizan la crisis de derechos humanos que se vive en el país que el gobierno en lugar de resolver recurre a buscar silenciar a periodistas y luchadores sociales que alzan la voz para evidenciar, ante el mundo entero, los graves problemas que aquejan a este país.

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Al mismo tiempo, miles de personas son asesinadas en México, familias son desplazadas, secuestradas o desaparecidas y las autoridades “no pueden hacer nada” para desarticular esas bandas de delincuentes y, tomando en cuenta que desde 2011, al menos tres agencias federales mexicanas han gastado casi 80 millones de dólares en programas de espionaje de una empresa de origen israelí y la utilizan para mantener bajo la mira a periodistas y activistas de la sociedad civil y conocer sus actividades, sus conversaciones, sus rutas, sus contactos.

Destacados defensores de derechos humanos, periodistas y activistas anticorrupción de México han sido afectados por un avanzado programa de espionaje adquirido por el gobierno mexicano que, en teoría, solo debe ser utilizado para investigar a criminales y terroristas. Entre enero de 2015 y julio de 2016. Los ataques fueron dirigidos en contra de Mario Patrón, Stephanie Brewer y Santiago Aguirre, del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez; Juan Pardinas y Alexandra Zapata, del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO); Carmen Aristegui, su hijo Emilio, Rafael Cabrera y Sebastián Barragán, de Aristegui Noticias; el periodista Carlos Loret de Mola, y en contra de Daniel Lizárraga y el que esto escribe, reporteros de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad.

Resulta que ahora ya no podemos hablar de nuestras familias, cosas privadas, porque el gobierno está grabando nuestras llamadas, para, quizá, tener material para amenazar e inhibir las luchas sociales y el flujo de información que toda sociedad democrática merece.

Pareciera una estrategia del gobierno para desarticular los movimientos, organizaciones sociales que luchan por las víctimas, y dividir a los periodistas.

Sin embargo, ante la revelación de las siniestras prácticas gubernamentales, tenemos que alertar acerca de toda la información recabada delictivamente ¿cuándo y contra quien va a ser usada? ¿En contra de los implicados en esta situación? ¿Cuándo? Cuando al gobierno le convenga.

El espionaje no es nada nuevo y se ha utilizado siempre para obtener información de los ciudadanos y de los gobiernos. Y efectivamente, la noticia del espionaje, per se, no es noticia. Los gobernantes mexicanos (y no son los únicos, claro) se han espiado entre ellos; han husmeado durante décadas en el correo postal; han enviado orejas a reuniones y han pinchado las líneas telefónicas; han violentado el derecho a la privacidad de opositores políticos, luchadores sociales, dirigentes sindicales, líderes campesinos e intelectuales destacados. Todo, con el propósito de vigilar, contener, reprimir, chantajear o neutralizar a quienes han considerado necesario.

Desde, al menos, los años 60 el espionaje ya era sofisticado, con micrófonos en las redacciones de los periódicos, cafés y centros de reunión de activistas y luchadores sociales. Es conocido que la inteligencia mexicana tenía, desde entonces, un expediente de cada uno de los periodistas y personas que le interesaba. Para nadie era un secreto que la inteligencia mexicana archivos de cada uno.

Que los gobiernos en México realizan espionaje a ciudadanos es una obviedad. Es una no noticia. Lo relevante de la amplia nota del Times, y del aún más detallado reporte “Gobierno Espía”, es que ahí se demuestra que los 88 intentos de hackeo constituyen un patrón sistemático, nada aleatorio, en donde cada ataque se inscribe en coyunturas relevantes –en términos de periodismo o acontecer público– para cada una de las víctimas de los mismos.

El caso del malware Pegasus debe motivar una investigación a fondo, pero también una reforma estructural a las capacidades del Estado para hacer valer la privacidad de las personas. En todo caso, la información comentada coloca al presidente Enrique Peña Nieto, nuevamente, en una situación de extrema vulnerabilidad. El espionaje es delito y cuando las autoridades lo realizan sin orden judicial es también una violación a los derechos humanos. En este caso no es sorprendente pero sí condenable e inadmisible. ■

 

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