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jueves, 28 marzo, 2024
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Seis, seis, seis

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Por: CARLOS FLORES* •

La Gualdra 296 / Sexto Aniversario Gualdreño

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Cuando tenía seis años entré a la primaria. Fue el primer contacto con el mundo fuera de la casa de mis padres. Ahí estaba, yo solo, junto con otros treinta chamacos de mi edad igual de azorados que yo, en una primaria de la capital, horrible y oscura, en la cual a la hora del recreo se daba una guerra a pedradas, donde siempre resultaba algún mocoso de seis años descalabrado con la sangre chorreándole el rostro. A esa edad, ver eso en el primer día de clases, pues yo entré seis semanas rezagado por cambio de domicilio, puede ser algo realmente perturbador.

Seis veces nos cambiamos de casa. El primer hogar que recuerdo fue en el callejón de Los Pericos, en el centro de la ciudad, aromatizado por una cloaca abierta, y donde me arrojé de manera insensata por una escalera, montado en una bicicleta, y donde seguramente di más de seis vueltas y tumbos antes de yacer desmayado en medio de ellas.

Mi segundo hogar fue en un callejón atrás del Sagrado Corazón, donde vi por primera vez la muerte, luego que un vecino arroyó a una pequeña al salir en reversa con su auto, y donde, para desgracia de mi padre, descubrí que los relojes que se anunciaban como indestructibles no eran tales, al arrojarle su Timex, que en vez de caer en su manos se estrelló contra el suelo: las manecillas quedaron por siempre marcando las seis de la tarde.

Mi tercer domicilio fue en Tres Cruces, cuando no existía la Avenida México, sino un arroyo oscuro y tenebroso por donde escapó el gato negro de mi tía que apenas tenía seis años, cuando lo llevó para que conociera a un pequeño gato que teníamos.

Mi cuarta morada fue en la colonia Pedro Ruíz González, donde a los seis años me enteré que tendría una nueva hermana en el número seis de la calle Jerez, ¿u ocho?, no recuerdo el orden, pero sé que en el número dos vivía el gran Mike, quien me dejó leer todo Mafalda en tan solo seis semanas.

Luego de seis años de primaria y uno de secundaria, me encontré viviendo en el callejón del Treto, a un costado del Penal de Zacatecas, hoy Museo Felguérez, una calle inclinada donde esporádicamente seis camiones perdieron el control y se fueron directamente contra mi casa, donde, de no haber sido por mi abuelo, Catarino Flores, quien puso una defensa de hierro de seis pulgadas de grosor frente a mi hogar, seguramente seis veces hubiéramos tenido que reconstruir la fachada de la casa.

Finalmente, y como sexta y última vivienda, nos encontramos en San Juan Capistrano, donde los hermanos nos hicimos seis con la llegada a nuestras vidas de Miriam, Carmen y Laila, mis encantadoras hermanas que hicieron a mi padre un poco más feliz luego de su largo peregrinar por el mundo de la filosofía y su pesimismo ideológico. Haya sido como haya sido, encontré en el seis una constante, un número seguramente cabalístico que ha marcado muchos momentos de mi acontecer.

 

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