A decenas de miles de familiares, les está siendo negada, de golpe, una verdadera justicia. Con subterfugios, legisladores de la Cámara de Diputados, parecen reacios a aprobar la Ley Contra la Desaparición Forzada y Desaparición por Particulares. Niegan -de ese modo- la justiciabilidad exigida por cientos de miles de ciudadanos, afectados -directa o indirectamente- por la desaparición de personas.
Dentro de la catástrofe nacional en curso, existe un submundo, conformado por las víctimas de la desaparición de sus seres queridos. Un submundo, donde es común el dolor indecible, persistente, donde el duelo no puede llevarse a cabo, porque no se sabe dónde se encuentran, y, en el caso de ya no estar vivos, donde recuperar sus restos.
Se trata de un dolor, al que se agrega la culpa, inconsciente/consciente, muy difícil de elaborar desde el aislamiento, sin tener acceso a espacios colectivos constituidos -y con márgenes de autonomía suficientes-, para llevar a cabo procesos de resiliencia que permitan elaborar subjetivamente los complejos efectos postraumáticos que produce la desaparición de los seres queridos. Las razones -más amplias y profundas- para que dicha tragedia se haya concretado de manera tan cruel en determinadas familias -y no en otras-, que ven así truncadas expectativas y proyectos de vida, arrojadas a un “nunca jamás” que se vive -a su vez- como un castigo, que, vivido así, como estigma, aliena y provoca un sufrimiento sin fin.
Como una especie de castillo kafkiano, ese “submundo” parece haber sido construido especialmente para cada uno, de nosotros, está destinado a encerrarnos “adentro” o “afuera”, con similares resultados: más aislamiento y fragmentación (inducidos); avance creciente del gangrenamiento del tejido social. Nos negamos a aceptar hasta qué grado nuestras vidas están derivando hacia situaciones que hace diez años hubiéramos juzgado como intolerables, solo nos limitamos a admitirlo en nuestras continuas lamentaciones.
Nos negamos a elucidar hasta qué punto, nosotros mismos, reproducimos -levantamos- esas insidiosas fronteras de “sentido” (significaciones imaginarias sociales encarnadas en instituciones), con las cuales se crean esos submundos: tormento para unos, “tranquilidad” para otros. Construidos mediante significaciones sociales contenidas en frases, que todos los días escuchamos/pronunciamos dirigidas a normalizar/justificar el actual estado de descomposición que vivimos, por ejemplo, aquellas de…. “en algo andarían”, “se lo buscaron”, “mientras no me toque a mí -o a mi familia- es algo que no me incumbe”, “nada podemos hacer”, o delegando el poder de resolverlo efectivamente con la participación ciudadana y “desde abajo”.
Ante ello, se abren dos –posibles- caminos, (que se bifurcan): el primero; aceptamos la exigencia –invitación, llamado, obligación- de asumir con urgencia la tarea ética y política de emprender -reflexivamente- una verdadera transformación amplia y profunda de la sociedad que somos. O, bien, segundo camino, nos limitamos -sin elucidar sus consecuencias efectivas- a apoyar “soluciones monstruosas a problemas terriblemente mal planteados”, más armamento, más militarización, mayor aumento de los castigos penales, etc., etc., mostrándonos así muy poco sensibles, y sin imaginación ética y política creadora, para trazar otras vías alternativas para emprender soluciones efectivas a la actual debacle en curso.
El primer camino (que no excluye el uso de la fuerza; solo la vuelve en verdaderamente “racional”), cuestiona la irracional espiral de violencia y de guerra, en la que estamos atrapados. Y supone, articular un movimiento de «victimas», familiares de desaparecidos, periodistas, defensores de derechos humanos, «activistas», «iglesia católica», «asociaciones para los derecho humanos», para construir la paz.activar un movimiento [una red no red] que permita la articulación a nivel nacional, regional y local, de «victimas», familiares de desaparecidos, periodistas, defensores de derechos humanos, «activistas», «iglesia católica», «asociaciones para los derecho humanos», etc.
De acuerdo con análisis del Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México (del cual formamos parte), si nos abocamos a tratar de establecer una cifra -de manera abstracta-, de acuerdo con las estadísticas del Registro Nacional de Personas Desparecidas (RNPD), que en marzo del 2017, reportaba 30 mil 942 personas desaparecidas. Pero existen problemas, relacionados con la “cifra negra”: primero; entre las organizaciones de familiares se considera que, por razones de miedo, desconfianza, temor ante la falta de garantías de seguridad y protección para las familias, y/o -en algunas regiones- por colusión entre autoridades, y crimen organizado, se ha llegado a estimar que únicamente 2 de cada 10 casos, podrían ser denunciados, aunque se reduzca la proporción, al doble, el incremento sería brutal. Dos, se han detectado casos en que las denuncias iniciadas se registran los rubros propios de otros delitos, como trata de personas, secuestros, etc., y no son registrados como personas desaparecidas. Y tercero, la población migrante de origen centroamericanos –principalmente- miles de personas desparecidas que no están registradas en el RPND.
No hay voluntad política para poner fin al rosario de infamias que han victimizado [y aún re-victimizan] a decenas de miles de familiares. Necesitamos apoyar a las familias en su lucha, exigiendo a los diputados que aprueben -en lo inmediato- esa ley.
Aboquémonos a comprender -muy bien- las razones por las cuales se niegan a aprobarla. Y presionemos hasta conseguir esa ley.