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viernes, 19 abril, 2024
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Mi madre

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Este es uno de esos textos tristes. Ni siquiera debería escribirse. Pero supongo que saldo una deuda pendiente no sólo con mi madre, quien en estos momentos se encuentra muy delicada de salud, sino con la mujer que me enseñó a leer y a escribir. Eso: leer y escribir. Suena tan sencillo. No lo es. Atrás de tales acciones se crean también mecanismos bajo los cuales comprendes al mundo o al menos intentas encontrarle una explicación. Me enseñó a leer, me enseñó a escribir y me proporcionó las herramientas para hacer de la escritura y de la lectura un talento que sólo ella desarrolló. Primero, gracias: el talento no es mío, es tuyo.

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No desaprovecha la ocasión. En cuanto se entera que salió algún texto mío publicado en algún sitio me dice que yo le escribo a medio mundo, menos a su madre. Así, en tercera persona. Vaya reproche. Y debo aceptar que es verdad.

Sin embargo, lo que tiene ella entre sus manos son mis primeros garabatos. Algunos de ellos intentos de mediocres poemas escritos a mano. Algunos de ellos intentos de mediocres cuentos que nunca llegaron a ser porque los eliminé en cuanto comprobé que eran demasiado malos incluso para creer que se podían trabajar o tallerear con un cuentista igual o más mediocre que yo. Según yo, me deshacía de esas hojas. Pero ella las iba juntando en folders ahora ya amarillentos. Aún las conserva. Me hace los honores: “qué bonito escribías”. Así, en pasado. Esa, tal vez, es mi mejor satisfacción. Que me vea en pasado. Yo a ella la veo en un doloroso y triste presente.

No recuerdo si me imponía un horario para la lectura en voz alta. Sí recuerdo, en cambio, que cada palabra era un hermoso destello de luz porque me hacía dividirla en sílabas, y en cuanto éstas se juntaban aparecía el maravilloso milagro de ir por cualquier texto de palabra en palabra. Gracias, nuevamente.

Es difícil saber que tu madre tiene una enfermedad incurable y no poder hacer nada sino escuchar lo que te dice, ver una que otra película con ella, procurar no fastidiarla con los mismos problemas de siempre que puede tener un hombre tan anodino como su hijo. Porque quizás ni ella misma esperaba que me convirtiera en lo que soy. Un día llegué y le dije que quería estudiar letras. Casi en automático me contestó: “¡te vas a morir de hambre!”, pero no se opuso. “Si es lo que quieres estudiar, adelante”. Sé que ese “¡te vas a morir de hambre!” se repite en casi la mayoría de los casos de los jóvenes que quieren estudiar letras, sin embargo, pronto sabes que si bien el dinero es el que mueve al mundo y a los intereses más mezquinos que puede tener la humanidad, también reconoces que hay valores que son supremos, de otro tipo, y que las ganancias en el oficio se dan de otra manera.

Quizás la mujer de la que me enamore quede decepcionada al no encontrar otro futuro que no sea el de los libros y el de la escritura. Y quizás decida separarse de mí porque no le funciona a sus intereses personales una relación con alguien que presume de ser escritor. Porque ella busca otro tipo de hombre. Alguien fuerte. Rudo. Que tenga un futuro claro y certero. Un hombre hecho y derecho. Y está bien que así sea. Te resta desearle buena suerte. No eres así. Ni modo.

He divagado mucho, querida madre, pero quiero que sepas que eres lo más importante en mi vida y que soy lo que soy gracias a cada una de las lecciones que me diste. Daría para una novela nuestra historia, pero lo cierto es que de no ser por ti tal vez estaría en la cárcel, muerto o bien jodido por la droga, como les ocurrió a muchos de mis amigos de la infancia, a los cuales me tenías prohibido acercarme porque sabías a dónde iban, porque de alguna manera me querías salvar de un funesto destino.

Me duele mucho verte enferma. Me duele saber que es una enfermedad incurable. Desearía que la vida de las personas que quieres se pudieran escribir desde una libreta en blanco. Te curaría enseguida. Bastarían dos párrafos, quizás tres. Me duele mucho ver cómo la enfermedad poco a poco te consume y cómo intentas defenderte de la avalancha.

Sabes que no fui el mejor de los hijos. Sabes que te di preocupaciones que no merecías. Que metí la pata en más de una ocasión y que llegaba a ti, acongojado, para escuchar algún consejo, en esos días donde no encuentras consejo de nadie. Sabes que tampoco fui el hombre que esperabas. Y eso yo lo sé. Aunque tú lo ocultes. No conseguí ser ese hombre grisáceo padre de familia que trabaja ocho horas al día y acude los domingos a ver a su madre para que juegue con sus nietos. Quizás tú te equivocaste de hijo. Yo no me equivoqué de madre.

He visto cómo la mayoría escribe de su padre o de su madre cuando ya están ausentes. Eso ayuda a la memoria, supongo. Pero los muertos ya no leen. Los muertos tampoco escuchan. Cuando eso ocurre ya no tiene caso hacerlo. Es lo que pienso. A veces nos creemos eternos y es el pensamiento más estúpido que puede tener un hombre. Se vive una sola vez. Después, no hay nada. Tierra y gusanos. Y día con día te despides un poquito. Hasta que llega el momento de mover la mano a lo lejos. Se acabó el show.

Muchas gracias. Porque me viste llorar y me decías que las cosas iban a estar mejor. Porque me dices que aunque yo no crea en Dios a diario le pides por mí. Te pido disculpas. Te debía desde hace muchos años este texto. Aquí está. Es el texto donde un hombre común y corriente agradece a su madre los tantos milagros que hizo y que sigue haciendo. Eso, madre: los milagros. Gracias. ¿Te acuerdas cuántas batallas libraste por nosotros?: eras y sigues siendo una guerrera. Los milagros aparecían como escudos frente a las peleas. Gracias. ■

 

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