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jueves, 28 marzo, 2024
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Enrique Serna, el tercero en discordia [Segunda parte]

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 289 / Notas al margen

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Mi siguiente encuentro con Enrique también fue indirecto; otra vez B. Había sacado un título de la biblioteca: Las caricaturas me hacen llorar, un compendio de ensayos, crónicas y un par de poemas que, de nuevo, me mostraban la cara irónica de Serna, que mientras se ríe lanza la mordida. El entonces escritor treintañero era sardónico y crítico en aquel conjunto de textos que deambulaban entre sus lecturas y la cultura pop, sus ídolos, sus inquietudes. Entonces me pregunté: ¿quién era ese tal Enrique Serna?, ¿por qué no estaba sonando más en esta discoteca de pretensiones y luces enceguecedoras donde baila la literatura mexicana? La respuesta me llegó casi inmediatamente: Serna era un escritor atípico, porque peleaba desde la literatura contra la literatura estancada en el bostezante culto de la belleza, su mirada cínica y desenfadada era un río que se negaba a detenerse en cualquier pantano de conceptos pre-hechos y discursos sin filo. Enrique Serna afilaba constantemente la daga de sus textos, con ellos hería los prejuicios de una clase de escritores y lectores que se vestían con esos harapos de gala. No pudo no recordarme a Gabriel Zaid, otro escritor mexicano que ha hecho del humor, el sarcasmo y la inteligencia sus armas para enfrentarse al enemigo solemne y somnoliento del canon artístico, que más que despertar busca dormir y más que lectores busca súbditos bostezantes.

Serna también hablaría de esto, muchos años más tarde, en el 2013, cuando publica Genealogía de la soberbia intelectual, el más superior de sus ensayos, a mi gusto. La mejor forma de ser serio en estos tiempos es reírnos de todo y de todos; claro, un buen escritor debe tomarse la burla como algo muy serio; el “humor hecho” no nos sirve, sino el “humor vivo”, el “humor ascendente”, ése que, como la libido “es una fuente de placer nacida de un instinto primario, que renueva sus aguas con el motor de la imaginación”.[1] En el humor que nace naturalmente, en una charla con los amigos, frente a la barra de una cantina, hay una especie de sabiduría “silvestre” que Serna rescata, al igual que rescata, en este ensayo, toda una serie de tópicos que, por pre-establecidos, pasamos por alto cuando hablamos de literatura. Desde las concepciones clásicas griegas hasta el arte conceptual de nuestros tiempos, el escritor de este retrato de la soberbia nos acerca a una visión paralela de la belleza, el arte, la filosofía y la pedantería de quienes han esgrimido una superioridad intelectual sustentada sólo en libros, que más que escaleras les funcionan como muletas para ocultar su incapacidad.

El ensayo es, como su nombre lo dice, un ejercicio de la imaginación. Pocos escritores contemporáneos entienden esta sencilla premisa, la academia nos ha embaucado a todos y, lamentablemente, el ensayo se ha vuelto una acumulación de citas inútiles y una especie de “credenciales, indispensables para el ascenso. Las citas se volvieron puntos acumulables a favor del que cita y del citado”.[2] Serna es uno de esos pocos ensayistas que son gimnastas de la imaginación más que coleccionadores de estampillas. Algo más que debemos agradecerle como lectores: abrir sus libros es participar de un espectáculo donde disfrutamos todos, y no de una misa solemne donde hay que alabar al pequeño demiurgo de “allá arriba”.

Mi tercer encuentro con Enrique tiene que ver con el cuento. Ya para entonces había yo superado mis celos de escritor en ciernes. Un buen antídoto contra la soberbia es, tal vez, o al menos a mí me funciona, que nos den una buena paliza. Claro, cada libro de Serna que llegaba a mis manos era una lluvia de golpes en el hocico de escritor que se me iba achaparrando; pero también me recordaba que la literatura es algo más que un acto solitario y que, a pesar de que la lectura y la escritura son acciones íntimas, éstas permiten una comunicación con el otro. Todo libro es un segundo libro y todo autor es un segundo autor. Ahora puedo decir dos cosas claras: yo soy el segundo autor de todos los libros que he leído y también el tercero o el cuarto de los que he escrito, y además estoy seguro que todo gran escritor es también un gran maestro. Enrique Serna no es la excepción.

Decía, mi tercer encuentro fue precisamente cuando B trajo a la casa una revista, El cuento, en ella me mostró una carta de parte del consejo de redacción (entre los que estaban Juan Rulfo, Mempo Giardinelli y Agustín Monsreal; el director de la publicación era Edmundo Valadés), iba dirigida al joven Enrique Serna, al que le sorrajaban, al igual que él ahora lo hacía conmigo, un par de trompadas en los dientes (¿será el karma, Enrique?). Transcribo la respuesta del comité de manera íntegra:

 

Enrique Serna R., México, D.F. Una gran amiga de El cuento nos hizo llegar un texto, hace varios años, de Enrique Serna R., cuando él tenía 22 años. Considerando su edad, Serna hacía pensar en que era realmente una promesa, a pesar de que dicho texto no era publicable. Considerábamos que si él insistía y aprovechaba las experiencias que podía darle un taller literario, quizás podía salir de él un excelente escritor, al que aún le falta oficio. El final de aquel texto era pobre, pues se le caía la historia, y hay uno que otro lugar común que, justamente en los jóvenes promisorios, no hay que perdonar.[3]

 

Lo anterior me recuerda a la contundente frase de Monterroso: “Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando”. Aunque, claro, ¿qué escritor de mi generación no quisiera haber sido rechazado por tan indiscutibles dictaminadores? Serna fue una joven promesa que, como pocas veces pasa en este oficio que más que talento requiere de disciplina y terquedad, cumplió cabalmente con sus detractores. La carta queda para el anecdotario, siempre apetecible para los voyeurs morbosos como yo, pero más allá del morbo está la narrativa impúdica que ostenta Enrique Serna en sus cuentos, el género en el que sin duda esta promesa, ya cumplida, quedó menos a deber.

El primero volumen de relatos que leí de él fue El orgasmógrafo. Lo compramos en alguna ocasión, claro, por iniciativa de B, pero yo terminé leyéndolo primero. La traición había llegado a la cumbre. El mirón ahora era el primero al mando. Lo acabé prácticamente en un par de días y algunos meses más tarde estaba de nuevo espiando por encima del hombro los cuentos de Amores de segunda mano.

Hablar de los cuentos de Enrique Serna no es hablar de volúmenes de relatos, sino más bien de universos únicos y homogéneos con sus propias reglas. Los cuentos de Serna podrían leerse por separado y para nada les harían falta sus semejantes que los acompañan en la publicación. Desde el magistral El alimento del artista, hasta la telenovelesca La palma de oro, pasando entre otros por La última visita, El matadito o el thriller de ciencia ficción El orgasmógrafo, la obra cuentística de Serna nos regala momentos inolvidables y tramas que nos cuestionan y sacuden. ¿Es otra la finalidad de la literatura? Las historias de Serna consiguen que empaticemos con sus personajes, que seamos el personaje e, incluso, que deseemos no serlo cuando ya estamos tras su piel.

Tanto y mucho más se puede decir sobre la obra de Enrique; sin embargo, el espacio es poco para hablar de toda su literatura. Lo mejor será leerlo y releerlo. Quedan invitados a ser los nuevos voyeurs, ahora tras mi hombro. Convidados quedan a convertirse también en los segundos autores de los textos que ya he mencionado, y de cualquier otro que llegue a sus ojos hambrientos.

Queda decir que a partir de estos encuentros la relación entre Serna, B y yo se ha vuelto más equitativa. A veces yo soy quien espera en el cuarto de invitados, a veces es ella la que aguarda a que termine la lectura. No hemos leído toda la obra del tercero en discordia, pero entre los dos casi terminamos diez libros de este escritor mexicano que empezó siendo un intruso y terminó consiguiendo la llave de la casa de mano propia.

Hoy, por cierto, paseando en una librería de viejo, recuperamos el libro que hace tres años vendí. Termino esta reseña con El miedo a los animales de nuevo en mi biblioteca. Nunca es tan casual la vida que cuando quiere no serlo. Como los perros, la vida y la literatura también andan en círculos antes de echarse a descansar.

 

[1] Serna, Enrique (2013), Genealogía de la soberbia intelectual, México, D.F., Taurus, p. 345.

[2] Zaid, Gabriel (2009), El secreto de la fama, México, D.F., Lumen, p. 35.

[3] Cartas y envíos (1984), El cuento. Revista de la Imaginación, año XIX-tomo XV (núm. 90), p. 229.

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