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jueves, 18 abril, 2024
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La casa de don Tomás

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Por: SAÚL KURI • Araceli Rodarte •

La Gualdra 287 / Personajes

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La primera vez que vi a Don Tomás y entablé algunas palabras con él fue en el

año de 1994. En aquella ocasión llegué a Estación Wadley, San Luis Potosí, en un

tren que tomé de la Ciudad de México. Muchos fuimos los que bajamos de aquel

tren, muchos fueron los que bajaron antes y los que lo harían después. Mujeres y

hombres con cabellos cortos, con cabellos largos o al estilo rastafari: pelones por

genética o por gusto. Mujeres y hombres vestidos al antojo: acordes a sus

posibilidades económicas, a sus necesidades imaginarias-discursivas; acordes a

los gustos del tiempo o la abundancia folklórica global; vestidos discretos o

excéntricos, ya al estilo de míticos guerreros o a la moda de Milán. No faltaron los

estudiantes universitarios, las tribus urbanas que ya estaban maduras y las que

estaban por venir. A todos nos echó la mirada Don Tomás, a todos y entre todos

eligió a quienes entrarían a sus cuartos. Sin duda, no siempre fue justo, pues ante

tal desfile de siluetas y de rostros, en distintas ocasiones hubo de decidir entre

aquéllos a los que aceptaría o no. Por instinto o por neurosis, por un raro sentido

o, tal vez nomas porque sí, Tomás se esforzaba en mantener a algunos a raya,

afuera de sus dominios y los espacios que rentaba, y a pedirles a quienes en

éstos se quedaban que se auto-controlaran. Y ambas cosas a su estilo, sin que

pudiera quedar claro si para él se trataba de un asunto de impartición de justicia o

quién sabe qué desconocida interpretación sobre el o los motivos que lo

impulsaba a actuar como lo hacía, dejando a menudo a los imputados y pacientes

aturdidos.

Y es que, antes de que el tren dejara de llevar pasaje, antes de que se

cerrara aquel periodo de la vida de Wadley (y de muchos otros pueblos que con el

tren convivieron en México), no fueron pocos los niños sin amor llegados a

maduros que llegaron y vivieron en el también llamado Waltdisney, y no

precisamente ganosos de volver el amor ausente a esos otros a los que

esperaban a tiro de tren, sino ávidos de extraer alguna ganancia y devolver –de

paso– un poco o mucho de lo acumulado desde sus lugares de origen. En

diversos parajes de México, que recibían –por aquel entonces– a los viajeros de

mochila a la espalda, y en las ciudades o lugares del país que más aportaban

personal a la región, no era raro escuchar de individuos que vivían y pernoctaban

en Estación Catorce, en Estación Wadley (o por la zona), a la espera de tirios o

troyanos prestos a servir a sus delirios: obstinados en darle prestigio a sus egos

desbordados, satisfechos en aquel atávico placer que despierta la dominación del

otro o, dicho en una expresión que después escucharía en Wadley, en el gusto

que da “meter petate” (miedo). Y en modos y tonos distintos: respaldándose en

lenguajes que hacían referencia al control de la “bestia interior” y a otras claves de

tipo Castañeda; entre gestos y palabras inundadas de “cifras nahualas” y quién

sabe qué relato venido de quién sabe dónde.

Sin saberlo o, quizá mejor, sabiéndolo sin saber (pero sin darle

importancia), Don Tomás se convirtió en portero de paredes que sirvieron de base

a incontables personajes, que solos o acompañados gozaron del peyote y el

desierto, que entraron juntos a él como extraños y que salieron carnales. Sin que

se dieran cuenta, dándose cuenta, la casa de Don Tomás se convirtió en una de

las clínicas principalesy más queridas de la banda, en una de esas raras estancias

en donde personas de las más diversas posturas y lugares del planeta convivían.

No es que no hubiese en aquella data otros lugares para quedarse. Ni que con

Don Tomás todo fuese perfecto. Pero, he aquí que hubo algo singular. En los

cuartos de Don Tomás estaba uno como en casa, más seguro del posible abuso

propio y de otros; de uno mismo pues, y de posibles encuentros con los acólitos

del placer de “meter petate”. Y ello, de manera central, porque estaba Don Tomás,

preparado –como decía– para “semblantear” e “inflar los cachetes” y, de ser

necesario, impartir un poco de justicia al estilo wadleña: listo lo mismo para

impedir la entrada o correr a algún inocente que a algún nahual que posara sus

ojos sobre una víctima a merced; dispuesto a equivocarse mientras se iba

afinando en el arte de saber distinguir entre “locos buenos” y “malos”, entre

artesanos y arte-zánganos, entre presos hartos o gustosos a sus patologías y

aquéllos que si no las controlaban por lo menos lo intentaban; en fin, entre hijos de

las más diversas naciones de la tierra y de las más diversas fantasías y problemas

del planeta. Multiplicidad de lenguas y caracteres convivieron en aquellos cuartos,

mientras que, el buen Tomás fungía de vigía y, sin querer, de testigo de un

universo ante el que él se fue a sí mismo descubriendo.

El tren de pasajeros dejó de pasar por Estación Wadley en 1997, para

entonces los cuartos de Tomás ya eran famosos, conocidos por todos aquéllos

dispuestos a tomar cursos lights o intensivos de peyote. A partir de entonces los

números de agentes al servicio de “meter petate” disminuyeron, pero no así la

labor de guardián de Tomás, que no dejaba de sorprenderse de la gente

descubierta, de la gente que, aunque no lo dijera o demostrara, aprendió a querer

y respetar. Mientras el pueblo rumoreaba sobre los extranjeros (mexicanos e

internacionales), y miraba con cierto recelo al también conocido –por el pueblo–

como el Mocho Pérez, él, infatigable, seguía en su labor sociológico-antropológica-

psiquiátrica, ubicando con ojos atentos a aquéllos que deberían de estar aquí o

acullá, según la incontinencia o la gravedad del individuo en cuestión. La pasarela

de peyoteroso, como le dicen también a la banda en la región, de los hippies y las

hippas prosiguió: hinduistas, budistas y confucionistas; acólitos de la familia

arcoíris o concheros ataviados con las plumas más exóticas; mexicas

temazcaleros del Distrito Federal o Tepoztlán; anarquista o separatistas de corte

anti o pro-nacionalistas (quebequenses, vascos o barceloneses); sajones

norteamericanos, ingleses o australianos; germanos alemanes o austriacos;

latinos italianos o sudamericanos (del sur, del centro o del norte), etcétera; dieron

paso a todo tipo de pachamamos, a todo tipo de electrónicos y estudiantes-ateos-

creyentes-con- vencidos. Entretanto, el desierto en peyote intenso seguía

insuflando los espíritus de la gente, ofreciendo lo mismo cursos de chamanismo

exprés o sobre cómo ponerse cada uno en su lugar, devolviendo los visitantes al

mundo más sencillos o complejos. Entretanto, Don Tomás recibía a los que podía

sin prestar importancia al pago inmediato, sin prestar atención a las diatribas

anticapitalistas, al vacío revestido de cúmulos, de deseos y relatos: siempre

dispuesto a escuchar las palabras que entendía y no entendía, lo mismo las más

inverosímiles teorías que las menos arriesgadas, lo mismo lo dicho con sumo

cuidado o sin reparo.

El milenio para mí y para otros comenzó en la cocina de la casa de abajo.

Para este momento el huicholismo despuntaba, desde mediados de los noventa

había venido creciendo entre aquéllos que buscaban respuestas a sus inquietudes

en el conocimiento que tienen los wixáricas del Hikuri. El Gran Espíritu Dakota,

que desde los días de Tlakaelel –y sus Danzas del sol– tenía presencia en

algunas partes de México, comenzó a abrirse paso en la zona: incrementó su

número de fieles y –quién sabe qué tanto a pesar suyo también– de infieles,

conduciendo a los primeros por el camino rojo y, a los segundos, heréticos, por

sendas de distinto color; promoviendo búsquedas de visión, ancestrales-nuevos-

temazcales y, por supuesto, poniendo a la escucha el concejo de los abuelos para

el nuevo milenio. La década, literalmente, terminó en la guerra de Calderón, en un

periodo de la vida de México que coincidió –al menos por algunos años– con una

disminución drástica del arribo de viajeros a Wirikuta. Este nombre wixárika, que

hace referencia a una zona sagradas entre la que se encuentran pueblos como

Wadley, de menos a más fue tomando fuerza en el imaginario de los visitantes.

Hasta atravesar la década y hacerse presente en festivales y disputas en la

década que corre. En el medio, los solkines crecieron y redujeron en número,

comenzaron a hacerse notar de la segunda mitad de la primera década del nuevo

milenio en adelante, compartiendo los signos mayas entre los feligreses a los que

no les bastaban ya los signos zodiacales, la Cábala, el Tarot o el I-ching, para

terminar difuminándose detrás del “apocalipsis 2012” entre calaveras de cristal y

teorías conspiracionales. En el medio, hijos de Sirius, angélicos y reptilianos-

psiconautas declararon sus posturas, mientras que, como siempre, algún versado

barbudo o imberbe estudiante recitaba a Zaratustra, a los hijos de Nietzsche,

Freud o Levi-Strauss, entregándose –o no– pasional a disertaciones dispuestas a

hacerles notar a los presentes en la fogata de turno, que las enseñanzas de los

libros y de las escuelas eran –o no– las correctas. Durante toda esta data, Don

Tomás prestó su servicio sin poder evitar que el tiempo surcara su cara, que la

fuerza de sus pasos aminorara, y que el hombre-niño- maduro cansara. Pero no

hasta el punto de que no quisiera vivir, sino tan solo hasta el punto de asustarse

como infante porque no pudiera por mucho hacerlo, tal y como claro le quedó en

aquella madrugada fría de octubre del 2014.

Nacido sietemesino el día de San Judas Tadeo, el 28 de octubre del año de

1939, experto en la pala y amante de hacer cuartos, admirador incorregible de

mujeres de caderas amplias, rehén de esa neurosis suya que supo reconocer,

Tomás fue un hombre que le hizo honor al santo de su nacimiento, procurando

fungir de referente a causas perdidas y no tan perdidas. Tal vez por eso, a lo largo

de treinta años más de un padre o madre le encargó a su hijo, a algún carnal salvó

la vida, y otros tantos nos sentamos a su lado a contarles nuestras penas y

alegrías mientras él, en su sencillez, intentaba dar alguna opinión o respuesta.

Neopaganos ateos, espirituales o escépticos, a todos nos recibió Don Tomás en

su mundo peculiar, abierto a escuchar cómo las puertas intergalácticas se abrirían

para que pudiéramos todos subirnos a la nave y viajar por otros planetas, abierto a

escuchar sobre el chamán que vivía en el desierto y que buscaba aquél que lo

soñó en Suiza, o a aquel otro que decía haber descubierto una técnica que los

mismos lamas le envidiarían. Es imposible calcular el número de pláticas que tuvo

con aquéllos que tocaron a su puerta, saber a cuántos neófitos llevó a “la pista”

dándoles las indicaciones básicas para que se iniciaran en la experiencia del

peyote, e imposible es también imaginar con cuántos estuvo sentado en la banca

afuera de su casa, donde vivía con su hermano y sus hermanas.

El día 15 de marzo del año 2017, a las tres diecisiete de la tarde, murió Don

Tomás Pérez Acosta. Y ni todas mis palabras ni todas mis ganas me alcanzan

para expresar la experiencia del mundo que vivió Tomás, para poder hacer

manifiesto de un modo sobrio esta vida sencilla y singular, que por quién sabe qué

azar del destino y del universo coincidió con mujeres y hombres de México y de

todo el mundo, permitiéndole reparar en la vida complicada de quienes lanzados

–o no– por el vacío caminaron buscando la felicidad por allá donde las tierras del

peyote.

Niño-bueno- viejo-enojón, dicharachero y silbador: siempre fiel a la cadencia

de esos pasos suyos que marchaban como al ritmo de un tambor, a sus arranques

de neurosis y a sus imposibles pedidos de perdón. Yo, que he tenido la fortuna de

encontrarme contigo, te voy a extrañar, y estoy seguro de que muchos otros

también lo harán. Pues tú, tus cuartos y cocinas fueron para mí y muchos más –a

la vez– casa, clínica y universidad. Querido jefe y amigo, te quedas en mi vida, tan

vivo como las fogatas y la yucas, tan vivo como la brasa y tan presente como el

monte y el desierto.

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