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jueves, 28 marzo, 2024
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Mil y un males de los libros [Última parte]. El usurpador usurpado

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 285 / Notas al margen

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Hasta aquí, es momento de terminar nuestra disertación. ¿En qué mente no habitan las historias fatales, los finales donde el protagonista termina -se veía venir- destrozado por su obsesión? El libro es también un arma, como ya hemos visto, pero es además, en su propia concepción, un ente que nos sustituye, que se nutre de nosotros para luego ocupar nuestro lugar.

Fresán, en la novela que ya mencioné anteriormente, nos recuerda, en voz de su personaje principal, que “del polvo venimos y al polvo volvemos. Y hace tiempo leí –en un libro, por supuesto- que el 90 por ciento del polvo de una casa está compuesto por residuos que se desprenden del ser humano. Y vaya usted a saber en qué otro libro leí que el polvo les hace bien a los libros, que los mantiene jóvenes, que no es bueno desempolvarlos muy seguido. Así, nosotros nos deshacemos para que los libros no se deshagan. Me parece prosística y poéticamente justo”.

Es una sentencia redonda, como la concluye Fresán: poética, prosística, justa. Primero pienso si realmente lo habrá leído. ¿Podemos confiar en la memoria de un escritor? O mejor: ¿podemos confiar en la memoria de un escritor inventado, personaje subordinado al otro? Si en la literatura la mentira no es sólo bien vista, sino necesaria –la verdad sospechosa, que diría Reyes-, ¿podemos esperar un argumento confiable de un escritor que en toda la novela, de casi seiscientas páginas, no nos da ni su nombre? Antes de continuar pienso si confirmar la información en Google. ¿Es bueno el polvo para los libros? ¿Está el polvo de nuestra casa constituido en el noventa por ciento de residuos humanos?, luego concluyo que no me importa, lo justo de la sentencia se sostiene en su contundencia poética, en su formulación precisa sólo comprobable dentro de su propio universo fragmentado.

La novela es un mundo ideal que surge de la desidealización del primero; un fragmento del original pero con autonomía para configurarse a partir de sus propios teoremas. En La parte inventada, la novela a la que hacemos alusión, la cita bíblica que abre el fragmento se muestra como un anuncio de la sentencia que al final se revelará: los libros se alimentan de nosotros. Si lo queremos ver de una manera sólo metafórica, como un ejercicio dialéctico e imaginativo, es perfecto. Pero también si extraemos sólo lo analógico para traerlo a este mundo, que no pertenece al fragmento pero que lo hace nacer, porque la parte inventada nace de la parte real, y aunque nosotros nos encontramos en la segunda, la primera nos ha pedido confiar en su declaratoria: el polvo son nuestras células muertas y de ellas se alimentan los libros.

Físicamente alimentamos la forma del libro. Nuestro envase, al degradarse, alimenta el envase del libro. Es patológico, terrible, nuestra obsesión por expandirnos nos destruye, nos aniquila nuestro afán por no desaparecer. Recuerdo la frase que propone como objetivos de vida plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Por más bella y sensibloide que pueda parecernos, detrás de ella se esconden motivos más bien egoístas. Escribimos un libro y tenemos un hijo con el objetivo de no irnos del todo, de dejar en el vástago y en la obra algo de nosotros. Uno, si queremos verlo así, como la extensión de nuestra conciencia, el otro como la de nuestra carne. Y el árbol, bueno, en algún lugar debemos vivir y un mundo sin árboles sería imposible para el ser humano. Cuando cuidamos el ambiente lo que hacemos es preservar nuestra supervivencia, asegurar nuestra despensa y el lugar al que explotamos. El libro ha sido desde siempre un sustituto del hombre, y sí, tal vez de lo mejor que tiene el hombre –de lo no perecedero-, es decir: de sus ideas. Quien escribe se inventa, antes de morir, otro espacio, uno donde pueda seguir siendo, seguir estando.

Así, alimentamos al libro porque somos el libro. La imagen de Fresán puede ser sólo una metáfora de lo que el objeto libro termina significando para nosotros: una tumba, la puerta a la trascendencia. El libro es un contenedor, ya lo hemos dicho varias veces, pero también es lo que se contiene; lo que no se quiere dejar ir. El libro es el resultado del egoísmo y la frustración, pues toda escritura nace del ego y se encamina al fracaso; quien escribe posterga, inútilmente, ese fracaso. El punto final es siempre irremediable, como la muerte, la única certeza que hay en el escribir es que algún día ya no podremos hacerlo.

El libro nos sustituye, nos usurpa. No sólo nos completa, sino que sin él no somos. El habitante del libro es también el hogar del libro. Vivimos en él y él en nosotros. Pienso en la imagen de Manguel echado, durmiendo en el suelo al lado de los miles de ejemplares de su biblioteca. Los esperaba desde otro país y mientras no arribaban se sentía inútil, inservible, inacabado. Pero cuando al fin los tuvo no pudo contener la sensación de completitud, la idea de que el universo era un lugar cerrado hecho sólo para él y sus libros. Cuenta que durmió al lado de su biblioteca porque allí se sentía seguro.

El usurpador usurpado, cuando el libro debía ser el que contuviera las ideas del hombre; el hombre –sin posibilidad de huida- se vuelve el contenedor de libros.

Hay dos aspectos de la anécdota de Alberto Manguel que pueden servirnos en este discurso. Primero la idea de utilidad, precisamente es el libro en su cualidad de objeto –ya lo hemos mencionado- el menos capaz de ser práctico. Su función, si le arrebatamos la intelectual, es el mero ornamento. Así, la cosa más inútil del planeta hace sentir, en su ausencia, inútil al hombre. Sin libros el conocimiento pareciera desaparecer, el pasado se volvería inalcanzable, como un recuerdo soporífero que apenas y percibimos borrosamente. Los libros se han vuelto una extensión no sólo de nuestra memoria, sino también de nuestra imaginación –que diría Borges-. Sin el libro el ensayista, el poeta, el escritor, no podría dialogar con sus semejantes; se quedaría sin herramientas para ensayar, para poetizar, para narrar su propia sintaxis vital. El libro diagrama el universo, genera la geometría del mundo ficticio, contiene en fragmentos lo inabarcable; da sentido a lo que no tiene dirección. Los literatos, los físicos, los médicos, los cocineros buscan en el libro algo que otro puso ahí. Acudimos al libro a usurpar un conocimiento, y el libro sustituye al hombre con la finalidad de que el hombre no se quede en absoluta soledad, rodeado de miles de muertos olvidados. El libro como herramienta de la imaginación se presenta inútil para el mundo práctico de lo real, pero indispensable para el trascendental mundo de la ficción.

Por otro lado, que Manguel haya dormido rodeado de su biblioteca es un ejemplo de lo que la contundente sentencia de Lobsang Castañeda nos recuerda: “La biblioteca es el origen y la meta de la escritura […]. El libro proviene del libro”. Antes de escribir cualquier escritor es un lector, de ahí que quiera escribir. El lector es su biblioteca, lo que ha leído lo conforma, lo configura. Es un animal que viene del signo, y en el signo se detiene: escribe, reconstruye su propia metáfora vital a partir de lo que ha leído. Entonces vuelve a la biblioteca, ya no como hombre sino como libro; ya no a su biblioteca sino a la de otro. El escritor nace en un estante de libros y muere ahí mismo. Inhala el polvo que sueltan los libros y luego, lentamente, lo regresa mientras se degrada y vuelve a ser un puñado de ejemplares que lo contienen.

Hace poco leía un libro de Gasset, un viejo ejemplar de editorial Salvat. Llevaba una decena de páginas y comencé a toser. Me dolían los pulmones. Pensé que aquel ejemplar desvencijado estaba intentando matarme. Era un libro viejo, aún más inútil –como objeto- que los nuevos. Ni siquiera podría usarlo como adorno. Era feo, soltaba polvo y varias hojas estaban por desprenderse. Mientras leía me dije que, en cuanto lo acabara de leer, lo tiraría o, tal vez, lo regalaría para que terminara de matar a otro. Pensé también que me seguía doliendo un poco la muñeca, empezó cuando leía a Fresan. Mi error es que acostumbro tomar el libro con una sola mano y en ejemplares voluminosos no es muy recomendable dicha técnica. Esa reflexión práctica me llevó a pensar en que el librero que tengo frente a mí cuando escribo no está del todo bien equilibrado. Tal vez en un conato de sismo termine viniéndoseme encima.

No regalé ni tiré el libro de Gasset. Lo reviso ahora mismo y el polvo empieza a contaminar mis pulmones. La literatura al igual que la vida sólo termina con la muerte. Dice Ortega y Gasset: “Después de dos siglos de huir de la muerte hace falta fomentar el arte de morir. Junto a los innumerables hospitales, cajas de ahorro y sociedades de seguros, fuera espléndido multiplicar las sociedades de riesgo”.

El libro, ese usurpador, es un riesgo que, sin embargo, nos permite desde nuestra parte inventada, crear la real y, con ello, elegir la muerte que mejor nos plazca.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra-285

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