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jueves, 28 marzo, 2024
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Mil y un males de los libros [Parte 7]. Los vividores del libro

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 284 / Notas al Margen

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Con el libro, llegaron también los que empezaron a sacarle provecho a su supuesta capacidad para generar conocimiento. La Universidad medieval no fue sólo productora de los primeros debates trascendentales del occidente postclásico, también provocó un sinfín de discusiones sin sentido que debieron parecerse a la mayoría de las charlas de bar en las que hoy día se enfrascan los estudiantes universitarios de filosofía o cualquier otra carrera “humanística”. Al igual que en aquellos arcaicos centros del saber, hoy en las universidades se busca enseñar, generar conocimientos y fomentar el diálogo y la discusión con fines de investigación. Pero, siendo sinceros, cuántas de las instituciones dedicadas a la enseñanza respetan los elevados ideales que ostentan en sus documentos constitutivos.

El objetivo de los centros educativos actuales es crear profesionistas listos para ser carne de cañón de la dinámica de consumo. Salir de la Universidad lo más pronto posible no para generar nuevos conocimientos, tampoco para crear caminos al debate constructivo, sino más bien para generar y crear productos, bienes o servicios que puedan consumirse, es decir: venderse y comprarse. Porque conocer es consumir, saber es deglutir lo más posible y a la mayor velocidad que se pueda. Los hambrientos de conocimiento están destinados a morir de inanición y a convertirse, ya con un título de defunción universitario, en zombis con posibilidades de crecimiento en alguna empresa con buen sueldo y prestaciones.

Los vividores del libro han existido siempre y la premisa que los engloba es vivir no para el conocimiento, sino del conocimiento. La lectura no como algo que provea, sino algo para proveerse. Es decir, pensamos en el conocimiento no como un fin, más bien como un medio para obtener reconocimiento, tal vez dinero, poder. Crecemos con sentencias paternales que nos incitan a no ser un Donnadie, a estudiar para tener un mejor futuro. Entramos a la escuela primaria en busca de nosabemosmuybienquécosa que nos va a dar un futuro, y para convencernos de atravesar esa etapa nuestros progenitores echan mano de estímulos económicos o torturas físicas. Luego vendrá la secundaria, la preparatoria y, por último (si no avanzamos hacia los posgrados), la Universidad. Entonces sí, estaremos listos para competir en el mercado laboral. Estas dos palabras son clave para entender lo que la educación está construyendo: personas que compiten para ocupar su sitio en un mercado. Así de fácil. El conocimiento no está contemplado del todo en este sistema, y si lo está es sólo como un intermediario entre el sujeto y el mercado, pues el conocimiento en este mundo no te hace sabio, sino competitivo.

El conocimiento, el verdadero; es decir, aquél que innova, que genera, que construye, siempre surge como un acto de rebeldía, como una protesta contra el sistema en el que se encuentra inmerso. Las historias de éxito que nos pasan en TV o que leemos en Internet y los libros comienzan siempre con personas que no encajan, con individuos que se sienten excluidos de la colectividad, y son esos mismos relatos los que cuentan cómo es que gracias a que decidieron seguir un camino alterno lograron llegar más allá de lo que otros llegaron. En lo colectivo, la individualidad siempre será un acto de rebeldía, y son esas pequeñas protestas individuales, esos casos aislados, los que logran ir más allá. O sea, transforman la rebeldía en conocimiento.

La educación busca generalizar y por ello es totalmente contraria al verdadero conocer; pues conocer es individualizar el mundo, re-crearlo, re-conocerlo desde nuestro propio sujeto lector. Entonces el verdadero genio, el verdadero creador y, claro, el único lector posible, es el que se aleja de la manada y ve desde arriba, y a solas, el mundo.

Los vividores del libro creen sortear el camino duro que tuvo que seguir el genio. Se mantienen en la manada y ahí rumian los conocimientos de otros; mastican una y otra vez la información que, les han dicho, los volverá vacas sagradas, animales superiores. Se alimentan de los libros pero no los prueban, el sabor –que tiene el mismo origen etimológico que el saber- les pasa desapercibido y sólo quieren que lleguen a su estómago y que una vez ahí sean digeridos lo más pronto posible para que puedan defecarlos. Ya que lo que leyeron sea sólo materia fecal, un asesor se acercará a sus heces académicas y les analizará más con apatía que con interés profesional, para luego darle una nalgadita a la nueva y titulada res que caminará, altiva y orgullosa, hacia el matadero.

Acerca de este rumiar conocimientos: “Para la tecnocracia universitaria, una buena tesis no es la que dice algo nuevo o diferente sobre un tema específico, sino la que explica detalladamente cómo se desarrolló la investigación y cuáles fueron los parámetros utilizados para producir un conocimiento que jamás aparece por ningún lado”, Serna me recuerda lo que Heidegger menciona acerca de las ciencias duras, para el filósofo la ciencia no piensa, es decir no tiene la facultad de preguntarse acerca de sí misma, de fundarse en sus propios presupuestos científicos, para ello necesita de la filosofía. En ese sentido, la única disciplina que puede pensar o pensarse a sí misma, es la filosofía. “Toda ciencia descansa en presupuestos que nunca pueden fundarse científicamente, pero sí pueden mostrarse filosóficamente. Todas las ciencias se fundan en la filosofía, no a la inversa”.

Estemos o no de acuerdo con Heidegger, el vicio del que habla Serna puede muy bien dialogar con la declaración heideggeriana. Lo que las disciplinas humanísticas han intentado con su tecnocracia académica es transformar conocimientos blandos (moldeables) como la filosofía, la literatura, el arte, en conocimientos duros como los que proporciona la ciencia. El gran error queda de manifiesto con la aseveración de que la ciencia no piensa. El científico no piensa mucho más en los conocimientos duros, sólo puede (parafraseando a Serna) explicarlos detalladamente, hablar de cómo se desarrolló la investigación y cuáles fueron los parámetros utilizados para producir dicho conocimiento. Cuando el científico piensa, cuando intenta producir un nuevo conocimiento, entonces abandona los presupuestos científicos y echa mano de los filosóficos, incluso vuelve a tomar el arma de la imaginación para atender a algo que no conoce todavía y que por tanto necesita pensarse.

Lo que merece pensarse es lo que aún no se conoce. “Lo que más merece pensarse en nuestro tiempo problemático es el hecho de que no pensamos”, declara Heidegger, y en esa aseveración podemos ver el abismal fallo de los centros de estudio universitarios, donde los estudiantes no acuden a pensar, sino a vanagloriarse de que ya piensan, a recibir un título por ser animales que piensan que piensan.

Los escritores son otra especie de vividores del libro. Cada vez es más raro encontrar a un profesional de la escritura que viva para escribir, en la mayoría de los casos viven de escribir. Y como ya mencionamos anteriormente, usan el libro como un intermediario entre ellos y el mercado. Es preocupante que a los literatos actuales no les preocupe la literatura, sino la manera en que ésta pueda proveerles de dinero y reconocimiento.

Si siguiéramos en el sendero que abrió la frase de Heidegger podríamos entender lo anterior como un intento por transformar la literatura en un objeto digno de apreciación, pero no digno de ser pensado. La verdadera literatura es la segunda, aquélla que se piensa a sí misma, que es capaz de cuestionar su función y su autonomía; mientras que la primera es una literatura ya hecha, que sólo puede analizarse en su última constitución, como un objeto ya terminado y cerrado en sí mismo. La finalidad de los nuevos profesionales de la escritura es lograr ese tipo de literatura: una cerrada en sí misma, que pueda apreciarse, entenderse, que no cuestione nada, que no sea pensable. El escritor supedita los objetivos del libro –transformar, cuestionar al lector- a sus propios objetivos –obtener un premio, ganar dinero, vivir de la literatura-.

Incluso a escribir. Porque escribir, leer, ya no es indispensable para el hacer creativo. Como todo en este nuevo mundo, de lo que se trata es de simular. Simular que se lee, simular que se escribe, simular que se piensa. La simulación es la nueva religión y tiene como objetivo el reconocimiento y algo de dinero. El escritor del siglo XXI vive del libro, hace libros para venderlos y para conseguir una vida cómoda –en lo posible-, además de algunas chicas interesadas en simular ser la musa de un apolo megalómano. El libro no como un contenedor de conocimiento, sino como una cárcel donde poder expiar nuestros demonios.

La escritura es ante todo una necesidad vital, al igual que la lectura, la perversión sucede cuando creamos esa necesidad para aprovecharnos de ella. La genialidad debería ser consecuencia de la obsesión cotidiana, pero el escritor hoy está obsesionado por simular una genialidad para, a causa de ella, hacer surgir una obra trascendental. El genio artificial sólo crea obras artificiales, sopas instantáneas que se consumen luego de tres minutos en el horno y se desechan luego. El verdadero genio lo es porque vive para su obsesión y no de ella. Kafka, Pavese fueron vencidos por su obsesión, pero sus obras siguen vivas, respiran. Mientras que nosotros, hoy, creando fan pages y buscando los reflectores, tal vez venzamos nuestra obsesión, pero con ello estaremos matando el futuro de nuestras obras.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_284

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