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jueves, 18 abril, 2024
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El ‘espacio’ de lo escrito

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 275 / Notas al margen

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Digo que la literatura es un espacio, algo así como un sitio en el que las cosas suceden. Pensemos en el suceso como en un movimiento. Un espacio entonces sería un lugar donde el movimiento sucede. El universo es un espacio, el mundo es un espacio, nuestra breve habitación, nuestra mente: son espacios. Lo escrito también es un lugar, y en ese lugar sucede lo imaginario.

Ahora pensemos en lo imaginario en contraposición con lo real. Sólo palabras. Pero en esas palabras sustentamos los dos grandes espacios en los que nos movemos: el real y el ficcional. ¿Hay verdaderamente alguno más real que el otro? Lo real es lo que tiene un referente directo en la realidad; un referente concreto, perceptible. Algo ya hecho. Mientras que lo imaginario se dirige hacia lo que no existe aún, a algo que sólo es abstracción. Es decir, que lo real es lo ya construido, y lo imaginario es lo posible, lo realizable.

            La literatura, obviamente, pertenece a este segundo espacio. Pero sólo es verdadera, sólo es realmente literatura cuando se filtra en el primer sitio. Cuando lo ficcional se cuela a lo real es cuando podemos hablar de una literatura total, aquélla que no se conforma con el espacio ficcional, pues quien se mueve en ella la amplía, la crece, la transforma en un espacio tan real como el no ficticio.

Hay algo de místico en todo este asunto, pero también hay algo de místico en el verbo vivir. Sin lo literario la vida sería una sucesión de acciones insignificantes. Es gracias al mundo simbólico de lo ficticio que existe el mundo de los referentes, la realidad. Sin la especulación poética no podríamos entender el mundo real, y si no lo entendiéramos (o intentáramos hacerlo) sería como si no existiera. Así de simple. Existe el mundo porque primero lo hemos imaginado.

Desde que comencé a leer, y luego a escribir, he creído que entre lo escrito y lo vivido debe haber una separación más bien estética. No es que realmente se trate de dos espacios diferentes; divididos tajantemente como si se limitara un predio del otro. No, son el mismo espacio, el mismo universo que hemos decidido dividir para no desbocarnos frente al abismo del sinsentido. Cuando separamos lo ficticio de lo real lo que hacemos es darle un lugar a la belleza; abrir un sitio en el que lo que existe puede hacerlo sin el compromiso de ser comprobable. Las ideas vivirían ahí, pero las ideas puras, las poéticas incomprobables. Una vez que alguien te pide que compruebes esa idea, ésta sale del espacio de lo imaginable y empieza a realizarse. Algo de magia pierde en el camino, su verdadera esencia, su cuerpo adquiere forma y la forma es siempre una prisión.

Pero no hay otro modo de comunicación más que éste. El lenguaje, la forma misma que llamamos literatura, es una prisión de las ideas puras, comunicarse es violentar el mundo de la imaginación, es inmiscuir al otro en nuestro propio universo ficticio. Leer es entrar en uno mismo a través de la imaginación de otro. Siempre que se lee se arrebata algo; en todo acto de comunicación hay algo que se pierde y que jamás se recupera. Eso: lo que no se dice, es lo poético.

Por ello digo que los límites entre ambos espacios son más bien estéticos. Es en esos límites en los que sucede el movimiento que llamamos comunicación, y más específicamente, ciertas formas de comunicación: la artística, la literaria. Desde esa frontera vemos al otro y lo adivinamos, lo imaginamos para hacerlo real en nosotros y así poder decirle algo.

Pienso ahora en el matemático indio Ramanujan, él siempre dijo que las fórmulas que obtuvo –sin preparación universitaria- se las dictaba Dios. Había una comunicación directa entre él y el mundo de las ideas, una comunicación informal. Pero fue cuando acudió al Trinity College y le exigieron comprobar aquellas fórmulas, que tuvo que formalizarlas, extirparlas de su espacio imaginario y realizarlas. Aquella violencia fue terrible para él. Murió a los 32 años y dejó dos cuadernos que todavía no se comprenden del todo. El lenguaje de Ramanujan no es un lenguaje humano, sino un intento artificial por expulsar las ideas puras de su brillante mundo ficcional.

Cuando digo que no es humano no me refiero en el sentido estricto a algo divino; más bien pienso en la imposibilidad de comunicación a ciertos niveles. Como ya mencioné en cualquier acto comunicativo se pierde algo, pero en aquellas fórmulas, en aquellos secretos, perder algo, por mínimo que fuera, era perder un trozo de universo. Ramanujan intentó, durante su corta vida, franquear los límites entre dos mundos, primero quiso salir de India y luego de su propia cabeza. Murió y nosotros seguimos sin saber si pudo lograrlo.

Escribir, volviendo a lo nuestro, es otro intento por comunicar un espacio vital con otro. La literatura es un sitio en el que conviven infinitas geografías imaginarias, cada proceso comunicativo genera un nuevo movimiento que crea nuevos caminos donde las ideas transitan con la lentitud de lo que es infinito e inmortal.

Acabo de terminar de leer Mr. Gwyn, de Alessandro Baricco. Tal vez por ello me da por pensar en la literatura como en algo que debe ir más allá del libro; más allá de la forma. Jasper Gwyn decidió dejar de escribir para hacer retratos de las personas, pero retratos escritos. No se trataba de descripciones, o de estampas textuales; eran más bien historias, o mejor dicho: fragmentos de historias. Porque todos creemos ser personajes pero no lo somos, somos más bien espacios, situaciones. Somos el vestíbulo de un hotel, como Mr. Gwyn; la parada del autobús, la habitación de un hospital. Somos un espacio.

El cuarentón Jasper dejó de escribir, pero no dejó de hacer literatura. Abandonó la escritura de sus libros pero siguió deambulando en la frontera de lo ficcional y lo real, siempre prefiriendo el lado de lo imposible. Hacia allá echaba la mirada y hacia allá lo empujó su destino. Porque Mr. Gwyn no es un personaje de Baricco, Mr. Gwyn es un “escritor que hace retratos”, un “copista”, un traductor de Alessandro. Un hombre real dentro de otro realizable.

Tal vez porque pienso en ello y en esa frase de que “no somos personajes, sino historias”, que supongo que no soy sólo un paquete con huesos y músculos; soy un discurso hecho en un lenguaje único e intraducible. Tal vez por eso escribo, para intentar salvarme del extravío, del silencio. Escribo no para comunicar, si no para intentar no hacerlo, para hablar desde en medio de un puente que otros construyeron y que necesita de mí, de alguien para ser un puente. Ya lo dijo Cortázar: “Un puente es un hombre cruzando un puente”.

Nada más eso. El único sitio vacío es la realidad.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra-275

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