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jueves, 28 marzo, 2024
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Historias del general Felipe Ángeles, alias “El Matemático”

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Por: JOSÉ ENCISO CONTRERAS •

La Gualdra 267 / Historia

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El apodo parecía no gustarle a Felipe Ángeles Ramírez, mestizo, de signo géminis, nacido en Zacualtipan, Hidalgo, el 13 de junio de 1868, según lo manifestaba en sus respuestas a los interrogatorios que el Consejo de Guerra le formulaba en Chihuahua, en noviembre de 1919, un día antes de asesinarlo.

Alto, de piel morena, usualmente bien vestido y afeitado al ras hasta en sus escaramuzas militares, acudía a su última cita con la historia, pero esta vez en circunstancias totalmente adversas. Probablemente lo que más le incomodaba no era la incertidumbre de su suerte, pues sabía a ciencia cierta el destino fatal que le esperaba agazapado al día siguiente ante un pelotón de fusilamiento compuesto por diez soldados. Le irritaba sobremanera estar mal aliñado, y calzando unos pinches tenis blancos que le habían sido facilitados por sus captores.

Pensándolo detenidamente no puede haber momento más culminante en la vida, dicha sea la frase sin ninguna clase de metáfora, que el que se pasa en capilla a la espera de despedirse para siempre de este mundo. El general Felipe Ángeles, hombre detallista, culto, educado en las mejores escuelas militares, de gran visión política, no podía darse el lujo de mentir la víspera de su última hora. ¿Para qué? Así que sinceramente se declaró ateo —como suelen serlo muchos hombres auténticamente buenos—, socialista, maderista, villista y revolucionario.

Con su último suspiro se llevó a los 51 años cumplidos, una vida intensa de hombre de acción, que conoció mucho mundo en la apresurada brevedad de sus cinco décadas de paso por este mundo tan lleno de cabrones. Que asomó a la realidad del siglo en el Instituto de Ciencias de Pachuca, y que a las quince primaveras cumplidas ya estaba en el Colegio Militar adiestrándose en las artes de la guerra.

Él mismo llegó a confesar en alguna ocasión que su amor por el Colegio lo llevaría a estudiar día y noche para llegar a ser algún día director del plantel, cargo al que fue llamado nada menos que por don Francisco I. Madero en 1912, a su regreso de Francia. Este detalle me hace pensar que a Ángeles le gustaba librar y ganar batallas militares sabiendo que tenía ganadas sus batallas éticas, en caso contario de nada servían las primeras. El sagaz artillero no estuvo presente en México durante las primeras escaramuzas de la revolución de 1910, pues en ese tiempo permanecía en el país galo, que le otorgaría en 1912 la distinción de Caballero de la Legión de Honor.

Convencido de las moderadas propuestas políticas y sociales maderistas y de su ideario democrático, el hidalguense se convertiría en seguidor leal del presidente y participaría en la defensa de la legalidad en el fatídico episodio de la Decena Trágica. Previamente había servido al gobierno de Madero en las difíciles lides de control del descontento zapatista en el estado de Morelos, donde hizo las cosas de la mejor manera que pudo, a tal grado que pocos años más tarde durante la Soberana Convención Revolucionaria de Aguascalientes, los zapatistas confiaran en su mediación para asistir a ese primer intento de conciliar las encontradas posiciones políticas y militares de las facciones resultantes, tras la caída del usurpador Huerta. Agregaríamos aquí que la confianza de este tipo de hombres sureños no se ganaba siendo un canalla. Se ha dicho que las revoluciones devoran a sus hijos, tal y como lo hizo Saturno con los propios. Y ése fue el caso de Felipe Ángeles. No sería el único engullido, acaso uno de los primeros en ir al martirio, como él conscientemente lo escribiera y declarara en el Parral y en Chihuahua, en 1919.

Polemista y célebre acuñador de frases lapidarias, un carranclán ilustrado, Luis Cabrera ―mejor conocido en el mundo periodístico como Blas Urrea―, llegó a inventar el apotegma de que La revolución es la revolución, sentencia que leída así, sin contexto, sin el paisaje histórico en que fue soltado, bien parece una verdad de Perogrullo. Mas llevada al terreno del episodio dramático del torbellino social, adquiere coherencia palmaria.

Las revoluciones son procesos cuyo estudio debe preparar al interesado para las paradojas más inesperadas, pues en su transcurso se suscitan fenómenos humanos imposibles en otros periodos de aparente calma. Acudimos a épocas de milagros en que el más tranquilo de los hombres se radicaliza al extremo de la violencia. En que las ideas de los más conservadores evolucionan a grados mayúsculos de heterodoxia. Y también sucede al contrario, desde luego.

Ejemplos de esto que les cuento sobrarían, pero vale la pena citar algunos. Es el caso de nuestro poeta Ramón López Velarde, de formación porfiriana, mocho ultramontano más que católico, enemigo declarado del zapatismo, y quien poco antes de morir escribiera en su artículo Novedad de la patria, uno de los referentes estéticos más bellos sobre la revolución mexicana… si la muerte le hubiera dejado vivir unos añitos más, creo que el jerezano nos hubiera seguido sorprendiendo, no solamente con su lírica.

Qué decir del mismísimo Ricardo Flores Magón —revolucionario donde los haya— quien junto con su hermano Enrique, transitara en menos de una década del liberalismo contestatario y simple en el viejo sentido juarista y come curas, hasta las trincheras del comunismo libertario, durante su permanencia en los Estados Unidos. Los exilios tienen consecuencias sorprendentes.

Algo parecido ocurrió con la conciencia de Felipe Ángeles quien no pudo en un principio comprender del todo la vorágine revolucionaria, munido tan solamente con su formación europea de artillero. Fue un proceso paulatino, pero veloz el del demócrata académico egresado de las escuelas militares francesas. Los ecuestres paseos matutinos por el bosque de Chapultepec, con el chaparrito de Parras de la Fuente ―que en esa época trabajaba de fugaz presidente de la república― debieron influir hondamente en el general, que veía en el rostro de Madero el lado humanista y democrático del movimiento armado de 1910. Las siluetas de aquellos dos équites deambulando entre las sombras de los ahuehuetes, dibujaban igualmente procesos mentales e ideológicos acelerados en torno a un país bronco y convulso. ¿Cómo valorar, siendo historiador, la influencia que una charla puede tener en la vida de un nombre y en el devenir de una nación entera?

Más aún, el paso de Ángeles por los pueblos zapatistas en 1912 llevando la consigna de su pacificación, debió marcar su percepción de las cosas del campo, viendo allí el rostro del México viejo y ancestral que reclamaba justicia a su manera, el rostro de Zapata. No podemos decir menos de su campaña militar con la División del Norte, al lado de Pancho Villa, cuando tuvo muchas ocasiones de demostrar a sus detractores que un buen académico podría ser excelente estratega en el terreno de batalla, como anunciando la modernidad plena en el arte de la guerra.

Sin embargo las posiciones ideológicas de Ángeles en la Soberana Convención de Aguascalientes, no pasaban de ser moderadas, si se toman en cuenta las exaltadas opiniones de varios revolucionarios de izquierda que allí se dieron cita.

A su final regreso a México, en las postrimerías de 1918, el general hidalguense había pasado por el último de sus exilios abrumado por las malas condiciones económicas, moviéndose en los Estados Unidos y, según la opinión de Manuel Calero, sumido en horas de meditación y de amplias lecturas. La formación de la Alianza Liberal Mexicana —a la que se habían integrado viejos precursores de la talla de Ignacio I. Villarreal—, cuyo mero nombre nos habla ya de su evolución política, era expresión del propósito de su regreso a México.

Si Carranza lo veía como hombre peligroso en 1913, dada su cultura y valentía, las cosas no tenían por qué ser diferentes seis años más tarde, antes al contrario. En sus horas finales, Ángeles, ante una exaltada y seducida multitud de chihuahuenses apiñada en Teatro de los Héroes, durante su juicio final, no escatimó tiempo alguno para hacer apología del socialismo, elogiar a la fraternidad entre los hombres como una condición ineludible para la felicidad del género humano, y de la necesidad de redimir al pueblo de México, sumido el servilismo, la ignorancia y el odio.

He dicho que en tiempos revolucionarios las ideologías evolucionan vertiginosamente, y quiero hacer hincapié en el hecho mismo de la evolución política, que no debe confundirse bajo ninguna circunstancia con el muy mexicano deporte del chaquetazo, que también los hubo entonces y los hay ahora. La diferencia entre uno y otro procesos radica ante todas cosas en la congruencia que se espera exista entre el decir y el obrar. Evolucionar es dar cauce a la naturaleza dialéctica de las ideas, pero con apego a principios éticos irrenunciables, en otras palabras, no perder la congruencia. Chaquetear es un verbo más elemental y arcaico, la negación de principios y el privilegio de los intereses coyunturales.

Eso fue Ángeles, modelo de congruencia en los fallidos tiempos de revuelta. Fue fusilado el 26 de noviembre de 1919 en la ciudad de Chihuahua.

 

*Imágenes tomadas de http://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/ARF69.html

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra-267

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