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jueves, 18 abril, 2024
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El norte fértil. Ramos Revillas: nombrar al demonio

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Por: Mauricio Flores •

La Gualdra 266 / Libros

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Primera de dos partes

La narrativa que se realiza desde el norte del país se fortalece todos los días. No pasa demasiado tiempo para encontrarnos con nuevos títulos de autores de la región en nuestras inagotables mesas de novedades. De Zacatecas para arriba, podríamos ubicar, el norte literario mexicano continúa fértil.

Si antes fueron Rascón, Fuentes Mares, Montemayor, Gardea, Sada, Campbell, Solares…., y poco después Mendoza, Crosthwaite, Amparán, Parra, Valdés, Velázquez, Yépez, Herbert y más, ahora “parten plaza” los nacidos a finales de los setenta. Como son los casos de Antonio Ramos Revillas (Nuevo León) y Vicente Alfonso (Coahuila), ambos nacidos en 1977, quienes tienen en librerías sus respectivas nuevas novelas: Los últimos hijos y Huesos de San Lorenzo.

Hablemos de la primera.

Publicar una segunda novela es siempre un apuro    (muchos dirán que publicar una novela, independientemente de su número de colocación en el canon personal es ya un reto) en tanto supone una nueva apuesta, derivada de la aceptación primera. Lo que hizo sin temores Ramos Revillas apoyado en una turbadora historia a ubicarse en el censo literario de nuestros días con sobrada originalidad, hondura y firmeza.

No es Los últimos hijos (Almadía) una novela de violencia criminal y narcotráfico (si bien advierta con exactitud la existencia del código reinante en los territorios como cuando dice: “lo malo es que últimamente hay dos árboles a los que hay que arrimarse para sobrevivir estos días. O están con los de la letra o con los otros”). Tampoco la evocación idílica de un tiempo y un espacio desaparecidos. Lo que no la exime de unos contenidos desgarradores y traumáticos, ahora asentados en la reacción humana a los dictados del destino.

Podría asegurarse, apoyados en la narración que de los hechos hace Alberto, personaje central junto a su esposa Irene, que este nuevo título de Ramos Revillas resume lo que “nos había dicho nuestro psicólogo”: la única forma de ahuyentar al demonio es nombrarlo.

 

Desolación perpetua

Serán el demonio y el infierno que engendran y habitan Alberto e Irene los terrenos por los que avanza Los últimos hijos, “quien huye deja un rastro”, hasta colocarlos en el sitio último de “la desolación perpetua”. Dolor, intuirá el lector, surgido por la muerte del hijo único. “Toda pérdida tiene un eco que se enraíza”. Duelo que puede resumirse en la inexistencia, en todas las lenguas, de un nombre para distinguir a los padres que pierden a sus hijos.

En su desquiciada huida a un rincón del vasto norte de este país, “aquí sólo hay espinas”, Alberto e Irene intentarán vencer sus fantasmas, vengar ofensas y mantener complicidades. Desterrar ese antiquísimo dolor humano que provoca la pérdida y la ausencia de los hijos (“que los padres entierren a sus hijos, que los sepulten para que en paz vayan, en el fuego de un globo cantonés, en la flor que cae sobre la tierra y es aplastada por las paletadas, en una oración dicha torpemente a causa de las lágrimas, con un dibujo incierto”) y que hace justo cincuenta años Fernando del Paso dibujó en José Trigo:

“…vio con sus ojos secos los ojos húmedos de la mujer que reflejaban el cuerpo del niño, tieso, frío, muerto, lo velaron con cuatro cirios, chisporrotear, cerotear, las mujeres rezaron, las moscas revolotearon hasta que se durmieron en la pared cochinas barrigonas moscachondas…”.

Hagámosle caso al novelista, como a la lectura que del mismo hace otro narrador de la región, Eduardo Antonio Parra: “la paternidad, o su negación. Constituye uno de los temas más dolorosos de la vida contemporánea, pero eso sólo puede comprenderse cabalmente tras leer Los últimos hijos, esta novela desgarradora de Antonio Ramos Revillas”.

 

 

“Desierto zacatecano

El nuevo camino que había tomado era angosto y se encontraba en mal estado. El reloj en el coche ya daba las cuatro de la mañana; el frío exterior me había obligado a encender el desempañador. En el valle no se veía nada, sólo la oscuridad carbonizada. El sueño me cerraba los ojos. En mis brazos cansados se tendía el estrés de la víspera. En la boca reseca sólo quedaba un viejo resabio a café. Quería llegar esa misma noche aunque el camino parecía más peligroso que la oscuridad. Un par de veces se me atravesaron liebres que saltaron de un lado a otro de los bordes apenas iluminados por los faros delanteros. La bebé había empezado a llorar de nuevo, pero Irene estaba tan cansada que desde una hora atrás dormía sin hacer caso a la pequeña.

Me encontré con un desvío. La pálida carretera se encontraba en construcción y metí el auto a un terreno polvoriento. Era tal el polvo que impedía la visibilidad. Avancé con el motor en primera pero aún así le pegué a dos piedras que golpearon el piso. Abril maulló y el golpe despertó a Irene. Del otro lado, los arbustos espinosos. Seguí avanzando y, metros adelante, surgió de nuevo la carretera”.

Antonio Ramos Revillas, Los últimos hijos, fragmento.

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Antonio Ramos Revillas, Los últimos hijos, Almadía, México, 2015, 259 pp.

* [email protected]

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_266

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