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miércoles, 24 abril, 2024
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Me gustan los libros, no los lectores

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 266 / Notas al margen

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Cada año que pasa mi misantropía sigue creciendo. Prefiero alejarme de las multitudes, y más de una vez he comentado que no se puede esperar nada bueno de un grupo mayor a dos personas. Los libros nos permiten la maravilla de comunicarnos con lo humano desde la cómoda soledad. Nos mantenemos a salvo de los hombres y, no obstante, lo que hacemos es dialogar con ellos.

Pero hay algo sublime en eso que el humano deja en los libros; tal vez porque en la literatura nadie nos obliga a ser otra cosa más que nosotros mismos. Y ser uno, tal cual es, significa mostrarse débil, blando, infeliz, insatisfecho. Los libros son una caja de insatisfacciones, de errores, de esperanzas, de necesidades. A partir de ahí es que realmente nos comunicamos con el hombre, porque realmente lo que hacemos al leer no es hablar con el autor, ni siquiera hablar con sus palabras. El diálogo que sucede en la lectura es un diálogo especular; uno que va del lector al lector; del uno al uno como en un juego de pelota frente a la pared. El texto ya fabricado funciona sólo como pretexto, como detonador de un proceso de auto-reconocimiento que sucede en el lector. El hombre que lee siempre está solo, aun si hay personas a su alrededor, pero es a través de ese aislamiento que el lector se re-conoce en todo el género humano. Por eso los libros que nos gustan son los que nos dicen algo que pareciera que siempre supimos pero habíamos olvidado.

Además de las reminiscencias platónicas de lo anterior, habrá que poner de manifiesto la paradoja que plantea: la mejor forma de acercarse al género humano es evitándolo. Estar a solas, frente a un libro, realizando ese proceso físico de decodificación que es la lectura, ha permitido a los más grandes hombres de la historia conocer a sus semejantes.

Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, dice a través de uno de sus personajes: “Amo a la humanidad, pero, para sorpresa mía, cuanto más quiero a la humanidad en general, menos cariño me inspiran las personas en particular […]. Apenas me pongo en contacto con los hombres, me siento enemigo de ellos. Sin embargo, cuanto más detesto al individuo, más ardiente es mi amor por el conjunto de la humanidad”. Lo que no significa que el misántropo ame las multitudes y deteste al individuo; lo que el escritor ruso declara es que lo que se ama es un concepto (el de humanidad), o una capacidad (la de ser humano), la de poder ejercer el conocimiento, la comunicación y el diálogo entre semejantes, pero prescindiendo de los semejantes. El asceta se aleja de los hombres para poder comprenderse a sí mismo, para entender lo que hay de humano en él; y es a base de ese alejamiento que se vuelve un amante de lo humano como concepto, como totalidad holística, y no como condición natural o biológica.

Pero esta nota no se trata sólo de una defensa de mi misantropía, tampoco quiero hacer una apología de la introversión. No.

Para continuar voy a recordar al profesor Kilroy, un personaje de la novela City, de Alessandro Baricco. El excéntrico Mondrian Kilroy tiene una interesante teoría sobre las ideas, y en el transcurso de la narración, Baricco se toma la licencia de incluir prácticamente un ensayo completo de lo que su personaje plantea. Una maravilla.

El Ensayo sobre la honestidad intelectual tiene 6 tesis:

  1. Los hombres tienen ideas. 2. Los hombres expresan ideas. 3. Los hombres expresan ideas propias que no lo son. 4. Las ideas, una vez expresadas y sometidas a la presión del público, se convierten en objetos artificiales carentes de una relación real con su origen. Los hombres las perfilan con ingenio capaz de hacerlas mortales. Con el tiempo, descubren que pueden ser utilizadas como armas. No lo piensan ni un instante. Y disparan. 5. Los hombres utilizan las ideas como armas y con ese gesto se alejan de ellas para siempre. 6. La honestidad intelectual es un oxímoron.

Trataré de hacer un resumen de los seis puntos de Kilroy:

Las ideas son inutilizables para fines prácticos, galaxias de intuiciones libres, confusas y oscuras por definición; cuando el hombre expresa una idea, ésta ya no es una idea; sino otra cosa: algo pervertido por el individuo. Una idea artificial es lo que se vuelve, algo que ya no es mágico, sino objetual, sólido: falso. A partir de ahí lo único que la idea puede hacer es buscar sobrevivir, mantenerse a flote a pesar del hombre y su avasallante ambición de tener ideas propias. Una vez lanzada la idea artificial se convierte en un arma, y las armas lastiman, dividen. Cuando el hombre usa esa idea natural que tuvo para sus fines prácticos la pervierte y la vuelve una herramienta que no comunica lo que en un principio trataba de transmitir: esa sensación de libertad y plenitud que tenemos cuando nos surge una idea. [1]

            La honestidad intelectual es un oxímoron, es imposible ser honesto a través del intelecto, sobre todo cuando exteriorizamos la idea. El mismo Kilroy defiende su posición al terminar diciendo: “…en los casos más admirables con hacer las cosas con cierto estilo, cierta dignidad, digamos que con buen gusto […], al final acabas salvando a los que consiguen hacer las cosas con buen gusto, con cierto pudor, los que no parecen orgullosos de la mierda que son, no tan orgullosos, no tan malditamente orgullosos, no tan impunemente orgullosos. Dios, qué asco”.

Me gusta pensar que el profesor Mondrian se refiere a la literatura, a los libros que son el último refugio de la idea en busca de la sobrevivencia. No hablo de los libros donde el conocimiento busca ser algo objetual, físico, una “máquina perfecta”, diría Kilroy, sino de aquellos ejemplares donde la idea sigue su naturaleza caótica, su fuerza intuitiva que la hiciera parecer una galaxia intraducible pero perfecta.

La literatura nos abre la puerta del conocimiento, de uno que se nos muestra individualmente, como un regalo intelectual pero también anímico. Tenemos el derecho a mirar, a disfrutar, a estar a solas con la vasta humanidad; pero una vez que intentamos traducir esa sensación de totalidad ésta se pervierte y se vuelve algo que puede dividir y lastimar. El concepto de lo humano no puede comunicarse porque al instante se desbarata, se fragmenta en todas las particulares humanidades y se vuelve puro instintito y nada concepto.

Decir que me gustan los libros pero ni un poco los lectores es, además de una extensión de mi misantropía, también una forma de reiterar que los libros son más humanos que los hombres, porque en ellos se encuentra un resumen de lo humano que hay en el hombre; un concentrado de esas ideas naturales que empezamos a perder nada más intentamos comunicarnos.

La literatura también puede ser un arma, no lo niego. La mayoría de las veces sucede cuando un libro deja de pertenecer a un solo lector y se vuelve algo multitudinario. Cuando la lectura se considera no un privilegio del solitario si no una obligación de las multitudes es que pierde la dignidad, el buen gusto y, como ha sucedido con La Biblia, el Corán, el Capital, La Odisea, El Quijote, etc., empezamos a sentirnos orgullosos de la mierda que somos.

A estos casos podríamos agregar muchos más; la literatura siempre estará al acecho de la perversión política, religiosa o hasta biográfica. Sin embargo, también habrá siempre quienes prefiramos el libro y no los lectores; quienes nos refugiemos en nuestro resquicio de humanidad mientras afuera los individuos se instalan frente al fuego para seguir alimentando el mito de la comunicación.

[1] El Ensayo sobre la honestidad intelectual se puede encontrar completo y explicado por el mismo Mondrian Kilroy en City, de Alessandro Baricco, entre las páginas 199 y 221.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_266

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